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Recientemente se ha acuñado el término «geopatriación» para hacer referencia a una nueva estrategia de gestión de datos que defiende volver a situar los servidores en los que se almacena información relevante para un país dentro de su esfera de influencia política o económica, o para más seguridad aún, dentro de sus límites territoriales. Ya existían vocablos para aludir a tales estrategias, muy anteriores a la digitalización exponencial de nuestras sociedades, como «proteccionismo» o «nacionalismo», las cuales pueden devenir en «autarquía» incluso. Sea como fuere, es el anterior un movimiento esperable a la vista de la multipolaridad creciente del mundo actual, que conlleva un mayor riesgo de que datos sensibles sean usurpados por otros estados o por particulares, o queden, en general, desprotegidos (también jurídicamente) frente injerencias externas. Así, si uno piensa en la actividad incesante de los piratas informáticos y en la generalización creciente de lo que se ha venido a llamar «guerra híbrida» (que pasa por tratar de derrotar al enemigo no solo en el campo de batalla, sino perjudicando su economía y desestabilizando su sociedad), tiene bastante sentido proteger al máximo la información propia, teniendo en cuenta además que nos encontramos en un momento histórico en el que generamos cada vez más datos y dependemos cada vez más en mayor media de su correcta gestión. Y efectivamente, si bien la información fluye constantemente a través del ciberespacio, tiene, al final, un soporte físico. Y no es lo mismo que los centros de datos donde se guarda nuestra declaración de la renta o el estado de nuestros embalses o de nuestras reservas de divisas estén en algún lugar de India o que se encuentren a las afueras de Aranjuez.. La cuestión es que, de pronto, ha dejado de considerarse reaccionario ser nacionalista. En lo que concierne específicamente a este asunto de la geopatriación parece, como decíamos, una estrategia del todo prudente. Pero lo cierto es que este discurso de que es mejor replegar velas y volver a casa trasciende el problema de los datos «en la nube». Empieza a defenderse también que aproximemos a casa nuestras fuentes de materias primas y las industrias que fabrican componentes básicos para nuestra economía, y al final, que acerquemos a nosotros nuestros mercados, porque es mejor vender a vecinos fiables, que exportar mercancías a lugares remotos en los que existe el riesgo de que haya que malvenderlas o puedan perderse. Lejos quedan, por tanto, las loas a la globalización, que no solo prometía ser beneficiosa para todos desde el punto de vista económico (por abaratar costes e incrementar la oferta de productos), sino también en términos sociales y culturales (por favorecer el intercambio de ideas y costumbres, y rebajar, así, el desconocimiento y la concomitante animadversión entre grupos humanos). Por consiguiente, es más que probable que de las campañas recurrentes de promoción de nuestro aceite o nuestras naranjas, pasemos a defender nuestros propios aranceles (como ya está haciendo activamente Estados Unidos); y cabe imaginar, incluso, a algún político español sugiriendo que en lugar de abrir un nuevo Starbucks en Cádiz se amplíen los astilleros, para producir en ellos nuestros propios barcos en lugar de comprarlos en Corea.. Ahora bien, el genuino problema en relación con todo esto no es la modificación de las políticas. El mundo ha cambiado y es razonable adaptarse a tales cambios. Incluso cabe rectificar por completo algunas estrategias pasadas. La cuestión es de bastante más calado. Para empezar, nos encontramos, una vez más, ante el omnipresente riesgo del movimiento pendular, es decir, que de sufrir un globalismo radical pasemos directamente a la autarquía global. Para continuar, no podemos ignorar que las motivaciones reales de estas políticas de retorno siguen siendo económicas. En su momento, no deslocalizamos nuestras industrias por filantropía, sino para maximizar los beneficios, reduciendo los costes (es más barato producir en países donde los sueldos son más bajos, la protección a los trabajadores es menor y la regulación medioambiental es menos onerosa) y aumentando las ventas (un mercado global es, obviamente, un mercado mayor). El precio (porque siempre hay uno) lo hemos pagado todos. En los lugares de producción, la vida no ha mejorado demasiado, al menos para muchas personas, porque las condiciones de trabajo siguen siendo duras; y a menudo, han empeorado (la contaminación industrial, por ejemplo, es mayor). Y en los lugares de consumo, la deslocalización ha supuesto una pérdida de empleo cualificado y su sustitución por trabajos peores y más precarios (de ser especialistas en soldadura de barcos trabajando para la misma empresa toda la vida, hemos pasado a trabajar a tiempo parcial o de forma discontinua como camareros, repartidores o telefonistas en un centro de publicidad, por poner el caso). Asimismo, la globalización ha saturado el mercado de productos que muchas veces tienen muy poca calidad y que, precisamente por ello, han de desecharse con mayor frecuencia, generando aún más contaminación, en este caso en los países de destino. Pero la vuelta al proteccionismo también la pagaremos todos. Reinstalarse en casa supone renunciar a las ventajas de la globalización. Entraña, entre otras cosas, tener que pagar más por las materias primas y por su procesamiento. Para seguir manteniendo sus beneficios, las empresas reducirán necesariamente su oferta y aumentarán el precio de lo poco que oferten. Y seguramente, tratarán de automatizar al máximo la producción, recurriendo a las máquinas y a la inteligencia artificial, con lo que la demanda de empleo también disminuirá (y dada la actual entrada masiva de inmigrantes a Europa, la competencia por esos pocos puestos de trabajo aumentará también). En todo caso, la maquinaria propagandística e ideológica de los estados y del capital ya se está poniendo en marcha para defender justo lo contrario de lo que defendían hace unas décadas: ahora, que el nacionalismo (económico y, al final, político) es positivo. Y todo ello, por supuesto, sin disculparse por haber estigmatizado y perseguido a quienes desde hace mucho criticaban los efectos nocivos de la globalización y el consumismo desaforado, y reivindicaban la necesidad de preocuparse de lo local y lo tradicional, a quienes se ha venido tildando recurrentemente de reaccionarios, supremacistas o incluso fascistas.. En realidad, como casi siempre, la virtud está en el término medio. Porque una cosa es ser sensible a las ideas y los modos de vida de los demás, y adoptar de ellos lo que mejore nuestras sociedades, y otra bien distinta despreciar sistemáticamente todo lo propio y aceptar acríticamente todo lo ajeno, por mera ideología o por mera conveniencia económica. Un ejemplo bien cercano es la erosión de los valores tradicionales de la cultura europea como consecuencia de las políticas globales. Del mismo modo, una cosa es proteger los intereses de tu país y buscar aumentar el nivel de vida de tus compatriotas, y otra bien distinta negarte a sacrificar parte de tu bienestar para que las regiones menos desarrolladas del planeta vean mejoradas sus condiciones de vida, que es a lo que conduce el proteccionismo a ultranza. El globalismo radical es pura avaricia; la autarquía total es mero egoísmo. Y todos hemos sido cómplices de este estado de cosas. Hemos querido comprar más ropa a menor precio, comer tomates durante todo el invierno o cambiar de móvil cada dos años. Hemos preferido trabajar detrás de una mesa (o no trabajar) en lugar de recoger fruta en los campos. Hemos renunciado a tener hijos para poder ascender en el trabajo o tener un coche mejor. Y no hemos salido a la calle a pedir respeto por nuestra forma de vida y nuestros valores. Ni a exigir políticas que nos permitan vivir dignamente y tener una familia y mantenerla. No hemos protestado pidiendo regular la inmigración y el desarrollo urbanístico. Nos hemos manifestado a favor de la desigualdad territorial, el aborto o la supresión de las fronteras. Y hemos obtenido justo lo que hemos pedido (al menos, lo que ha pedido una mayoría).. Toca, pues, volver a Ítaca. Es imprescindible, de hecho. Para algunos será un viaje impuesto y para otros, un retorno deseado. Y es esto último, pero siempre que volvamos, como en el poema de Cavafis, enriquecidos por cuanto ganamos en el camino y siempre que seamos conscientes, a diferencia de lo que escribía el poeta alejandrino, de que nuestro hogar sí tiene mucho que darnos todavía.

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«Las empresas reducirán necesariamente su oferta y aumentarán el precio de lo poco que oferten»

  

Recientemente se ha acuñado el término «geopatriación» para hacer referencia a una nueva estrategia de gestión de datos que defiende volver a situar los servidores en los que se almacena información relevante para un país dentro de su esfera de influencia política o económica, o para más seguridad aún, dentro de sus límites territoriales. Ya existían vocablos para aludir a tales estrategias, muy anteriores a la digitalización exponencial de nuestras sociedades, como «proteccionismo» o «nacionalismo», las cuales pueden devenir en «autarquía» incluso. Sea como fuere, es el anterior un movimiento esperable a la vista de la multipolaridad creciente del mundo actual, que conlleva un mayor riesgo de que datos sensibles sean usurpados por otros estados o por particulares, o queden, en general, desprotegidos (también jurídicamente) frente injerencias externas. Así, si uno piensa en la actividad incesante de los piratas informáticos y en la generalización creciente de lo que se ha venido a llamar «guerra híbrida» (que pasa por tratar de derrotar al enemigo no solo en el campo de batalla, sino perjudicando su economía y desestabilizando su sociedad), tiene bastante sentido proteger al máximo la información propia, teniendo en cuenta además que nos encontramos en un momento histórico en el que generamos cada vez más datos y dependemos cada vez más en mayor media de su correcta gestión. Y efectivamente, si bien la información fluye constantemente a través del ciberespacio, tiene, al final, un soporte físico. Y no es lo mismo que los centros de datos donde se guarda nuestra declaración de la renta o el estado de nuestros embalses o de nuestras reservas de divisas estén en algún lugar de India o que se encuentren a las afueras de Aranjuez.. La cuestión es que, de pronto, ha dejado de considerarse reaccionario ser nacionalista. En lo que concierne específicamente a este asunto de la geopatriación parece, como decíamos, una estrategia del todo prudente. Pero lo cierto es que este discurso de que es mejor replegar velas y volver a casa trasciende el problema de los datos «en la nube». Empieza a defenderse también que aproximemos a casa nuestras fuentes de materias primas y las industrias que fabrican componentes básicos para nuestra economía, y al final, que acerquemos a nosotros nuestros mercados, porque es mejor vender a vecinos fiables, que exportar mercancías a lugares remotos en los que existe el riesgo de que haya que malvenderlas o puedan perderse. Lejos quedan, por tanto, las loas a la globalización, que no solo prometía ser beneficiosa para todos desde el punto de vista económico (por abaratar costes e incrementar la oferta de productos), sino también en términos sociales y culturales (por favorecer el intercambio de ideas y costumbres, y rebajar, así, el desconocimiento y la concomitante animadversión entre grupos humanos). Por consiguiente, es más que probable que de las campañas recurrentes de promoción de nuestro aceite o nuestras naranjas, pasemos a defender nuestros propios aranceles (como ya está haciendo activamente Estados Unidos); y cabe imaginar, incluso, a algún político español sugiriendo que en lugar de abrir un nuevo Starbucks en Cádiz se amplíen los astilleros, para producir en ellos nuestros propios barcos en lugar de comprarlos en Corea.. Ahora bien, el genuino problema en relación con todo esto no es la modificación de las políticas. El mundo ha cambiado y es razonable adaptarse a tales cambios. Incluso cabe rectificar por completo algunas estrategias pasadas. La cuestión es de bastante más calado. Para empezar, nos encontramos, una vez más, ante el omnipresente riesgo del movimiento pendular, es decir, que de sufrir un globalismo radical pasemos directamente a la autarquía global. Para continuar, no podemos ignorar que las motivaciones reales de estas políticas de retorno siguen siendo económicas. En su momento, no deslocalizamos nuestras industrias por filantropía, sino para maximizar los beneficios, reduciendo los costes (es más barato producir en países donde los sueldos son más bajos, la protección a los trabajadores es menor y la regulación medioambiental es menos onerosa) y aumentando las ventas (un mercado global es, obviamente, un mercado mayor). El precio (porque siempre hay uno) lo hemos pagado todos. En los lugares de producción, la vida no ha mejorado demasiado, al menos para muchas personas, porque las condiciones de trabajo siguen siendo duras; y a menudo, han empeorado (la contaminación industrial, por ejemplo, es mayor). Y en los lugares de consumo, la deslocalización ha supuesto una pérdida de empleo cualificado y su sustitución por trabajos peores y más precarios (de ser especialistas en soldadura de barcos trabajando para la misma empresa toda la vida, hemos pasado a trabajar a tiempo parcial o de forma discontinua como camareros, repartidores o telefonistas en un centro de publicidad, por poner el caso). Asimismo, la globalización ha saturado el mercado de productos que muchas veces tienen muy poca calidad y que, precisamente por ello, han de desecharse con mayor frecuencia, generando aún más contaminación, en este caso en los países de destino. Pero la vuelta al proteccionismo también la pagaremos todos. Reinstalarse en casa supone renunciar a las ventajas de la globalización. Entraña, entre otras cosas, tener que pagar más por las materias primas y por su procesamiento. Para seguir manteniendo sus beneficios, las empresas reducirán necesariamente su oferta y aumentarán el precio de lo poco que oferten. Y seguramente, tratarán de automatizar al máximo la producción, recurriendo a las máquinas y a la inteligencia artificial, con lo que la demanda de empleo también disminuirá (y dada la actual entrada masiva de inmigrantes a Europa, la competencia por esos pocos puestos de trabajo aumentará también). En todo caso, la maquinaria propagandística e ideológica de los estados y del capital ya se está poniendo en marcha para defender justo lo contrario de lo que defendían hace unas décadas: ahora, que el nacionalismo (económico y, al final, político) es positivo. Y todo ello, por supuesto, sin disculparse por haber estigmatizado y perseguido a quienes desde hace mucho criticaban los efectos nocivos de la globalización y el consumismo desaforado, y reivindicaban la necesidad de preocuparse de lo local y lo tradicional, a quienes se ha venido tildando recurrentemente de reaccionarios, supremacistas o incluso fascistas.. En realidad, como casi siempre, la virtud está en el término medio. Porque una cosa es ser sensible a las ideas y los modos de vida de los demás, y adoptar de ellos lo que mejore nuestras sociedades, y otra bien distinta despreciar sistemáticamente todo lo propio y aceptar acríticamente todo lo ajeno, por mera ideología o por mera conveniencia económica. Un ejemplo bien cercano es la erosión de los valores tradicionales de la cultura europea como consecuencia de las políticas globales. Del mismo modo, una cosa es proteger los intereses de tu país y buscar aumentar el nivel de vida de tus compatriotas, y otra bien distinta negarte a sacrificar parte de tu bienestar para que las regiones menos desarrolladas del planeta vean mejoradas sus condiciones de vida, que es a lo que conduce el proteccionismo a ultranza. El globalismo radical es pura avaricia; la autarquía total es mero egoísmo. Y todos hemos sido cómplices de este estado de cosas. Hemos querido comprar más ropa a menor precio, comer tomates durante todo el invierno o cambiar de móvil cada dos años. Hemos preferido trabajar detrás de una mesa (o no trabajar) en lugar de recoger fruta en los campos. Hemos renunciado a tener hijos para poder ascender en el trabajo o tener un coche mejor. Y no hemos salido a la calle a pedir respeto por nuestra forma de vida y nuestros valores. Ni a exigir políticas que nos permitan vivir dignamente y tener una familia y mantenerla. No hemos protestado pidiendo regular la inmigración y el desarrollo urbanístico. Nos hemos manifestado a favor de la desigualdad territorial, el aborto o la supresión de las fronteras. Y hemos obtenido justo lo que hemos pedido (al menos, lo que ha pedido una mayoría).. Toca, pues, volver a Ítaca. Es imprescindible, de hecho. Para algunos será un viaje impuesto y para otros, un retorno deseado. Y es esto último, pero siempre que volvamos, como en el poema de Cavafis, enriquecidos por cuanto ganamos en el camino y siempre que seamos conscientes, a diferencia de lo que escribía el poeta alejandrino, de que nuestro hogar sí tiene mucho que darnos todavía.

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