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  Opinión  Sálvese quien pueda
Opinión

Sálvese quien pueda

26 de julio de 2025
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En los largos insomnios, ideas o imágenes inusitadas surgen como relámpagos en la oscuridad. En una sola noche sin dormir puede surgir entero un cuento o un poema. He llegado a pensar algunas veces que una novela aparece en la imaginación y se sostiene gracias a unos cuantos insomnios espaciados, que van alumbrando el camino que queda por delante. Esta madrugada, al cabo de muchas horas sin dormir, cuando ya está amaneciendo, he hecho uno de esos descubrimientos que le permiten a uno vislumbrar no ya detalles imaginarios que tienen toda la consistencia de lo concreto y lo verdadero, sino las líneas esenciales de una historia, la pura forma sumergida que la sostiene entera, o que convierte en ley de la naturaleza toda la proliferación de las observaciones singulares.. Seguir leyendo

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Mi vida entera ha consistido en el choque con la brutalidad y en la huida de ella: en presenciarla o sufrirla, en detectar sus síntomas, en rebelarme contra ella, casi siempre en vano

  

En los largos insomnios, ideas o imágenes inusitadas surgen como relámpagos en la oscuridad. En una sola noche sin dormir puede surgir entero un cuento o un poema. He llegado a pensar algunas veces que una novela aparece en la imaginación y se sostiene gracias a unos cuantos insomnios espaciados, que van alumbrando el camino que queda por delante. Esta madrugada, al cabo de muchas horas sin dormir, cuando ya está amaneciendo, he hecho uno de esos descubrimientos que le permiten a uno vislumbrar no ya detalles imaginarios que tienen toda la consistencia de lo concreto y lo verdadero, sino las líneas esenciales de una historia, la pura forma sumergida que la sostiene entera, o que convierte en ley de la naturaleza toda la proliferación de las observaciones singulares.. Pero en este caso el insomnio no está originado por una fiebre creativa, sino por una causa mucho más vulgar, de una contundencia irrefutable. No he dormido en toda la noche porque en la casa de al lado, con todas las puertas y las ventanas abiertas a lo que debería ser el regalo del aire de la madrugada, un grupo nutrido de gente joven y no tan joven está celebrando una fiesta en la que las carcajadas y los gritos de euforia alcohólica quedan sumergidos bajo un estruendo como de perforadoras de túneles cuyos golpes rítmicos contra la roca viva estuvieran amplificados por un equipo de sonido que bastaría para volver colectivamente sordos a los asistentes a un estadio. Hay gente que lo llama música. Pero no estoy en Madrid, en el vecindario del Santiago Bernabéu, escuchando el berrido oceánico de los seguidores de una de esas estrellas globales tan genéricas como la pizza o la Coca-Cola. Estoy en un pueblo interior, en una comarca que tiene algo de Edén regado por ríos de caudal jubiloso y protegido por un horizonte de montañas, uno de esos lugares que le permiten a uno sentirse fuera del mundo y a la vez habitar un mundo recogido y completo, como un arca de Noé en la que estuviera representada la variedad de las especies animales y vegetales y además de los paisajes: la vega fértil, las laderas de secano por las que trepan olivos y almendros austeros sobre la tierra roja, los montes de pinares, con cimas peladas en las que se encuentran ruinas de fortificaciones prehistóricas y de campamentos maquis de la posguerra, investigados con rigor y respeto por los arqueólogos.. Los dones de la mirada no son más ricos que los del oído. En el silencio del amanecer empieza a escucharse ese chirrido peculiar de las golondrinas, en sus idas y venidas urgentes entre el vértigo del cielo y los nidos de barro bajo los aleros. El sonido del caudal de los ríos viene acompañado por el de las copas de los fresnos, los chopos, los abedules, los cañaverales de las orillas. Por las noches es frecuente oír voces cercanas de personas a las que no se ve, pues hablan en un balcón, o en una calle de al lado, como cuando desde la cama, en las noches antiguas de verano, oíamos por la ventana abierta las voces de gente que pasaba. Sobre las hojas y las flores enormes de las calabazas vibra el zumbido laboral de las abejas. Pájaros cuyos nombres casi nunca llego a saber cantan en las copas de los manzanos, sobre las que vuela a primera hora de la mañana un cuervo majestuoso de voz ronca y alas de un negro de antracita con reflejos azules.. Todo ha desaparecido en esta noche de insomnio. Y entonces veo de golpe el patrón que ha regido una gran parte de mi vida, desde que tengo memoria, como cuando Darwin vio ante sí el diseño espléndido de la selección natural después de muchos años de observaciones meticulosas sobre los gusanos, los berberechos, los picos de los pinzones, las palomas mensajeras, las tortugas gigantes del Pacífico. Mi vida entera hasta el día de hoy ha consistido en el choque con la brutalidad y en la huida de ella: en presenciarla o sufrirla, en detectar sus síntomas, en rebelarme contra ella, casi siempre en vano, en constatar su predominio en la vida española, en encontrar su rastro en la historia del pasado y su perduración no mitigada sino exagerada en el presente; y también en examinarme a mí mismo para averiguar en qué medida puedo haberme contagiado de ella. No en vano me crié en un tiempo en el que curas, padres y maestros podían volverle la cara a un niño inerme de una bofetada, y en el que una reputada diversión infantil eran las charlotadas del bombero torero y los siete enanitos.. En los juegos de la calle y en los patios de la escuela asistí a la brutalidad de los grandullones y los crueles, en la universidad la de los policías de porras negras y uniformes grises, en el servicio militar la de los mandos y los veteranos serviles, en los años de Granada la de los guerrilleros fascistas que quemaban kioscos y asaltaban bares. He presenciado y sufrido la brutalidad clásica española ejercida por los matones reaccionarios, y por la simple burricie humana, pero también la otra brutalidad que consintió y muchas veces alentó y alienta la izquierda: la brutalidad de los represores y tristemente la de los antirrepresores, que en algún momento, allá por los ochenta, decidieron que la mala educación y la bronca, la imposición intolerante de la juerga, eran progresistas, y hasta tenían un alto interés cultural.. Uno busca un refugio y casi siempre alguna forma de brutalidad lo expulsa de él. En 1993, cuando mi mujer y yo reformamos nuestra primera casa juntos, descubrimos, nuestra primera noche en ella, que aquel recóndito paraíso no iba a ser posible. En los bajos del edificio había una especie de discoteca gay con la música tan fuerte que hacía temblar el suelo y las patas de la cama varios pisos más arriba. Fui a quejarme educadamente al dueño y aparte de encogerse de hombros deslizó contra mí una sospecha de homofobia. De la siguiente casa, un piso alto con una pequeña terraza en la que cabía todo el horizonte de Madrid, nos expulsó de nuevo el descontrol acústico de los bares, además de la esclarecida costumbre del botellón. Cada fin de semana, después de una noche sin dormir, amanecíamos al hedor de los vómitos y los orines en la acera. Había quien defecaba entre los coches aparcados, y quien prefería hacerlo, comprensiblemente, en la intimidad de nuestro portal. Por esa época, alguna autoridad pusilánime quiso poner algún límite a las horas de cierre de los bares. Hubo un manifiesto airado de intelectuales protestando contra aquel atentado a la libertad. Gente que vivía en urbanizaciones para ricos nos desdeñaba como reaccionarios a los que teníamos la desdicha de vivir dentro de la ciudad. Recuerdo a una dirigente célebre y radical que dictaminó: “Tampoco le pasa nada a la gente por no dormir alguna noche”. Quizás podía haber tomado la precaución de consultar a una de esas personas que madrugaban para trabajar, y que debían de ser sus votantes naturales; y haber pensado con algo de sensibilidad en los viejos, los niños pequeños, los enfermos, las personas cuyos derechos y cuya salud quedan abolidos por la bronca nocturna.. Me ofende la brutalidad de los conductores que dedican insultos atroces en un semáforo, y la de los moteros que atruenan un barrio entero con sus acelerones de obsceno exhibicionismo masculino, y la de los viajeros del metro que mantienen una conversación a todo volumen en el móvil sin la molestia de ponerse unos auriculares. Me llena de tristeza que la mala educación sea considerada en España un signo de autenticidad. En un sendero del campo, una especie de Mad Max montado en un artefacto con cuatro ruedas enormes siembra el pánico entre las criaturas que lo habitan, y a mí me sume en una desolación de derrotado. En el pueblo faltan varias semanas para que empiecen las fiestas, con sus vaquillas despavoridas entre la gente y sus comas etílicos juveniles, pero en la casa del otro lado del callejón los bárbaros llevan toda la noche entrenando. En España un ciudadano está tan inerme frente a la brutalidad como a la corrupción.

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