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  Cultura  ¿Puede pasar en en El Prado lo que pasó en el Louvre? Seguramente no
Cultura

¿Puede pasar en en El Prado lo que pasó en el Louvre? Seguramente no

21 de octubre de 2025
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El reciente robo en el Louvre ha operado como una sacudida que, más allá del daño patrimonial, expone una grieta en el relato de invulnerabilidad del museo. No se trata sólo de la desaparición de unas joyas —las de la corona francesa, con su carga de poder dinástico y fetichismo nacional—, sino de la revelación de una fragilidad que el propio museo trataba de ocultar bajo su aura de infalibilidad. Que el Louvre, emblema de la vigilancia total, haya sido asaltado a plena luz del día es, más que una noticia policial, una escena simbólica: el museo robado se convierte en performance involuntaria de su propia caída.. La pregunta que resuena ahora es si algo así podría ocurrir en el Museo del Prado. Y, para responderla, conviene recordar que el Prado y el Louvre representan dos concepciones distintas del espacio museístico. El Louvre es una ciudad dentro de la ciudad: vasto, ramificado, con pasillos que se bifurcan como un laberinto barroco. El Prado, en cambio, conserva la sobriedad ilustrada del gabinete. Su planta axial, ordenada y contenida, convierte el recorrido en una experiencia casi litúrgica. Mientras el visitante del Louvre se pierde entre alas y niveles, el del Prado avanza como quien sigue una procesión. Esa diferencia espacial se traduce también en un control distinto del riesgo: el Louvre multiplica los puntos ciegos; el Prado, los reduce.. Históricamente, el museo madrileño ha sufrido muy pocos robos. Su arquitectura concentrada, su escala más humana y su localización relativamente aislada del tumulto urbano hacen que resulte más fácil controlarlo. Pero esa ventaja estructural no excluye la necesidad de un sofisticado sistema de prevención. De hecho, hoy el Prado dispone de uno de los sistemas de seguridad integral más avanzados de Europa. Ello implica protocolos de gestión de riesgos que se analizan y actualizan constantemente para evitar cualquier vulnerabilidad. Desde el control de accesos y el registro de flujos de visitantes hasta la custodia digitalizada de las piezas, cada elemento se revisa bajo criterios de evaluación continua. A esta ingeniería invisible se suma la contratación de personal altamente cualificado: vigilantes, técnicos de conservación, ingenieros en seguridad y expertos en inteligencia de datos. La tecnología más avanzada permite escanear bolsos, detectar movimientos irregulares y monitorizar la densidad de público en tiempo real. Las salas, equipadas con sensores de movimiento y cámaras térmicas, son pequeñas cápsulas de control donde nada ocurre sin ser registrado. Y todo ello, además, en estrecha complicidad con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que actúan como última línea de defensa frente a cualquier tentativa de irrupción o sabotaje. El museo del siglo XXI se parece, en este sentido, más a un organismo de vigilancia que a un simple contenedor de belleza.. Sin embargo, incluso con ese arsenal tecnológico, el robo del Louvre nos recuerda una verdad incómoda: no existe sistema que anule por completo el riesgo. Los museos, como las catedrales o los parlamentos, son instituciones simbólicas, y toda institución simbólica genera su propio punto débil. La perfección de la vigilancia es también su talón de Aquiles. A fuerza de controlar todos los accesos, se olvida que el verdadero enemigo puede entrar por la rendija de lo imprevisto. El Prado, por su escala, su estructura y su sobriedad, se encuentra mejor preparado que el Louvre para resistir una eventual intrusión. Pero su verdadera fortaleza no radica sólo en sus muros ni en sus cámaras, sino en algo más intangible: la conciencia de custodiar un patrimonio que pertenece a todos, y que por tanto exige una responsabilidad colectiva. El robo del Louvre ha recordado al mundo del arte que toda seguridad es un espejismo, y que incluso los templos más vigilados pueden ser profanados. La fragilidad del museo no es un fallo técnico, sino una metáfora de nuestra época: un tiempo que se cree protegido mientras asiste, inerme, al derrumbe de sus certezas.

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Después del robo en la pinacoteca francesa, la pregunta es inmediata: ¿podría suceder en el Prado?

  

El reciente robo en el Louvre ha operado como una sacudida que, más allá del daño patrimonial, expone una grieta en el relato de invulnerabilidad del museo. No se trata sólo de la desaparición de unas joyas —las de la corona francesa, con su carga de poder dinástico y fetichismo nacional—, sino de la revelación de una fragilidad que el propio museo trataba de ocultar bajo su aura de infalibilidad. Que el Louvre, emblema de la vigilancia total, haya sido asaltado a plena luz del día es, más que una noticia policial, una escena simbólica: el museo robado se convierte en performance involuntaria de su propia caída.. La pregunta que resuena ahora es si algo así podría ocurrir en el Museo del Prado. Y, para responderla, conviene recordar que el Prado y el Louvre representan dos concepciones distintas del espacio museístico. El Louvre es una ciudad dentro de la ciudad: vasto, ramificado, con pasillos que se bifurcan como un laberinto barroco. El Prado, en cambio, conserva la sobriedad ilustrada del gabinete. Su planta axial, ordenada y contenida, convierte el recorrido en una experiencia casi litúrgica. Mientras el visitante del Louvre se pierde entre alas y niveles, el del Prado avanza como quien sigue una procesión. Esa diferencia espacial se traduce también en un control distinto del riesgo: el Louvre multiplica los puntos ciegos; el Prado, los reduce.. Históricamente, el museo madrileño ha sufrido muy pocos robos. Su arquitectura concentrada, su escala más humana y su localización relativamente aislada del tumulto urbano hacen que resulte más fácil controlarlo. Pero esa ventaja estructural no excluye la necesidad de un sofisticado sistema de prevención. De hecho, hoy el Prado dispone de uno de los sistemas de seguridad integral más avanzados de Europa. Ello implica protocolos de gestión de riesgos que se analizan y actualizan constantemente para evitar cualquier vulnerabilidad. Desde el control de accesos y el registro de flujos de visitantes hasta la custodia digitalizada de las piezas, cada elemento se revisa bajo criterios de evaluación continua. A esta ingeniería invisible se suma la contratación de personal altamente cualificado: vigilantes, técnicos de conservación, ingenieros en seguridad y expertos en inteligencia de datos. La tecnología más avanzada permite escanear bolsos, detectar movimientos irregulares y monitorizar la densidad de público en tiempo real. Las salas, equipadas con sensores de movimiento y cámaras térmicas, son pequeñas cápsulas de control donde nada ocurre sin ser registrado. Y todo ello, además, en estrecha complicidad con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que actúan como última línea de defensa frente a cualquier tentativa de irrupción o sabotaje. El museo del siglo XXI se parece, en este sentido, más a un organismo de vigilancia que a un simple contenedor de belleza.. Sin embargo, incluso con ese arsenal tecnológico, el robo del Louvre nos recuerda una verdad incómoda: no existe sistema que anule por completo el riesgo. Los museos, como las catedrales o los parlamentos, son instituciones simbólicas, y toda institución simbólica genera su propio punto débil. La perfección de la vigilancia es también su talón de Aquiles. A fuerza de controlar todos los accesos, se olvida que el verdadero enemigo puede entrar por la rendija de lo imprevisto. El Prado, por su escala, su estructura y su sobriedad, se encuentra mejor preparado que el Louvre para resistir una eventual intrusión. Pero su verdadera fortaleza no radica sólo en sus muros ni en sus cámaras, sino en algo más intangible: la conciencia de custodiar un patrimonio que pertenece a todos, y que por tanto exige una responsabilidad colectiva. El robo del Louvre ha recordado al mundo del arte que toda seguridad es un espejismo, y que incluso los templos más vigilados pueden ser profanados. La fragilidad del museo no es un fallo técnico, sino una metáfora de nuestra época: un tiempo que se cree protegido mientras asiste, inerme, al derrumbe de sus certezas.

 

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