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Ni el fuego ni el agua: el gran peligro de los museos son los visitantes

25 de junio de 2025
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El turismo saca lo peor de cada uno. Da alas al ansia del «yo estuve aquí», y que todo el mundo lo sepa… cueste lo que cueste

  

En un episodio de la gran serie «Bellas Artes», un grupo de turistas daña, sin querer, una escultura realizada a base de copas de cristal y cuyo precio alcanzaba las seis cifras. Ante el vértigo de tener que desembolsar una cantidad tan desorbitada, al director del museo no se le ocurre otra solución de urgencia que ir a un «chino», comprar unas copas de cristal y restituirlas sin que nadie lo advierta. En este caso, y tratándose de una obra de arte contemporáneo que utiliza materiales y objetos reemplazables, revertir el deterioro causado por los visitantes requería un poco de astucia y picaresca. Pero ¿qué es lo que sucede cuando el descuido del turista se ceba sobre obras clásicas, cuyo carácter único dificulta seriamente su recuperación y supervivencia? Como muestra un botón: la Galeria Uffizi ha informado de que una pintura –el retrato del príncipe toscano Fernando de Médici, ejecutado por Anton Domenico Gabbiani en 1712– resultó dañada, hace unos días, después de que un visitante cayera hacia atrás mientras intentaba «hacer un meme» frente a ella. Las imágenes de una cámara de seguridad difundidas por los medios italianos, durante el pasado fin de semana, mostraron a un visitante inclinándose hacia atrás y cayendo sobre la pintura. Un primer plano reveló un desgarro en el lienzo.. El accidente en la Galería Uffizi solo es un ejemplo más entre centenares de malos «tropiezos». Lo cierto es que este incidente no resulta tan excepcional como en un principio pudiera parecer. Durante los últimos años, numerosos museos de todo el mundo han sido escenario de accidentes protagonizados por visitantes que, sin intención alguna de causar daño, han deteriorado obras de arte de incalculable valor. Estos episodios no solo revelan la extrema fragilidad de muchas piezas expuestas, sino también la necesidad urgente de repensar los dispositivos de seguridad, el diseño expositivo y, sobre todo, la relación entre el público y el patrimonio artístico. Uno de los casos más conocidos, en este sentido, tuvo lugar en 2010, cuando una visitante del Museo Metropolitano de Nueva York tropezó accidentalmente y cayó sobre la pintura «The Actor», de Pablo Picasso. El lienzo sufrió una rasgadura de más de 15 centímetros. Aunque fue restaurado, el incidente generó un debate en torno a la vulnerabilidad de las obras y la proximidad con que son presentadas al público. Algo similar ocurrió en 2006 en el Museo Fitzwilliam de Cambridge: un visitante resbaló por unas escaleras y, en su caída, destrozó tres jarrones de porcelana de la dinastía Qing. El accidente, ampliamente cubierto por la prensa, fue un recordatorio de cómo un solo gesto involuntario puede desencadenar consecuencias irreversibles sobre bienes centenarios.. Estos incidentes no son solo anécdotas, sino que también son síntomas de una tensión estructural. La popularización de las cámaras móviles y el auge de las redes sociales han introducido una nueva variable en estos episodios: los selfis. En 2017, en la exposición «The 14th Factory», celebrada en Los Ángeles, una visitante perdió el equilibrio mientras intentaba hacerse una fotografía frente a una instalación escultórica. El resultado fue un efecto dominó que dañó varias obras, con pérdidas estimadas en más de 200.000 dólares. Ese mismo año, una pintura de Claude Monet en la National Gallery de Londres sufrió daños menores cuando otra visitante, también en pleno acto de autorrepresentación fotográfica, tropezó frente a ella.. Los trozos del niño Jesús. Algunos accidentes tienen un componente casi simbólico. En 2013, en el Museo del Arte Colonial de Bogotá, un visitante cayó sobre una escultura religiosa barroca, rompiendo al niño Jesús que sostenía la figura de la Virgen. Más desconcertante aún fue el caso de 2018 en la Fundação Serralves, en Oporto, donde un espectador cayó literalmente dentro de la instalación «Descent Into Limbo», de Anish Kapoor. El agujero negro pintado en el suelo –una trampa visual concebida como parte de la obra– confundió al visitante, que terminó con heridas leves. La pieza fue clausurada por un tiempo.. Los dispositivos expositivos de los museos siguen sin dar respuestas a los nuevos públicos. Estos incidentes no deben entenderse solo como anécdotas, sino como síntomas de una tensión estructural entre accesibilidad y conservación. El museo contemporáneo se enfrenta al reto de permitir la proximidad del público sin comprometer la integridad de las obras. Educar en el cuidado, en la atención al detalle y en el respeto al objeto artístico se vuelve tan crucial como proteger físicamente las piezas. De hecho, la propia dirección de la Galería Uffizi ha planteado, a raíz de este último altercado, la necesidad de poner una serie de restricciones a los visitantes de los museos; máxime cuando entramos en unas fechas como las estivales, en las que las grandes instituciones artísticas del mundo reciben cientos de miles de turistas ávidos de hacerse selfis con los que alimentar sus redes sociales. La cuestión es: ¿cuáles deben ser las medidas a tomar para impedir que se sucedan estos incidentes? ¿Acaso se debería prohibir la utilización de smartphones para evitar los selfis y, por lo tanto, la excesiva proximidad del espectador a las obras? La solución no es fácil, puesto que una mayoría de los visitantes a los museos no accede a ellos por amor al arte, sino por la pulsión del souvenir visual, de la fotografía que permita decir: «He estado ahí». Si, de súbito, eliminas esta posibilidad, es muy posible que una parte sustancial de este «turismo de museos» desaparezca, y, con ello, ingentes sumas de dinero con las que estas instituciones cuadran sus presupuestos. Quizás, aquello que hay que plantearse es si, para una sociedad tan interactiva como la actual y con un comportamiento tan marcado por las nuevas tecnologías, instituciones como las museísticas no se han quedado un tanto obsoletas y descabalgadas. Mientras los museos se afanan por prodigarse en redes sociales y por incorporar las nuevas tecnologías en sus estrategias de comunicación, sus dispositivos expositivos continúan sin dar respuesta a los nuevos públicos. No existe entendimiento, a este respecto, entre el nuevo espectador y los viejos museos. Y, en el marco de esta relación plagada de desavenencias, no es inusual que los accidentes y el daño al patrimonio artístico se sucedan con mayor frecuencia. El espectador ya no se limita a mirar. Y esto desborda por completo la idea decimonónica de museo.

 Arte

En un episodio de la gran serie «Bellas Artes», un grupo de turistas daña, sin querer, una escultura realizada a base de copas de cristal y cuyo precio alcanzaba las seis cifras. Ante el vértigo de tener que desembolsar una cantidad tan desorbitada, al director del museo no se le ocurre otra solución de urgencia que ir a un «chino», comprar unas copas de cristal y restituirlas sin que nadie lo advierta. En este caso, y tratándose de una obra de arte contemporáneo que utiliza materiales y objetos reemplazables, revertir el deterioro causado por los visitantes requería un poco de astucia y picaresca. Pero ¿qué es lo que sucede cuando el descuido del turista se ceba sobre obras clásicas, cuyo carácter único dificulta seriamente su recuperación y supervivencia? Como muestra un botón: la Galeria Uffizi ha informado de que una pintura –el retrato del príncipe toscano Fernando de Médici, ejecutado por Anton Domenico Gabbiani en 1712– resultó dañada, hace unos días, después de que un visitante cayera hacia atrás mientras intentaba «hacer un meme» frente a ella. Las imágenes de una cámara de seguridad difundidas por los medios italianos, durante el pasado fin de semana, mostraron a un visitante inclinándose hacia atrás y cayendo sobre la pintura. Un primer plano reveló un desgarro en el lienzo.. El accidente en la Galería Uffizi solo es un ejemplo más entre centenares de malos «tropiezos». Lo cierto es que este incidente no resulta tan excepcional como en un principio pudiera parecer. Durante los últimos años, numerosos museos de todo el mundo han sido escenario de accidentes protagonizados por visitantes que, sin intención alguna de causar daño, han deteriorado obras de arte de incalculable valor. Estos episodios no solo revelan la extrema fragilidad de muchas piezas expuestas, sino también la necesidad urgente de repensar los dispositivos de seguridad, el diseño expositivo y, sobre todo, la relación entre el público y el patrimonio artístico. Uno de los casos más conocidos, en este sentido, tuvo lugar en 2010, cuando una visitante del Museo Metropolitano de Nueva York tropezó accidentalmente y cayó sobre la pintura «The Actor», de Pablo Picasso. El lienzo sufrió una rasgadura de más de 15 centímetros. Aunque fue restaurado, el incidente generó un debate en torno a la vulnerabilidad de las obras y la proximidad con que son presentadas al público. Algo similar ocurrió en 2006 en el Museo Fitzwilliam de Cambridge: un visitante resbaló por unas escaleras y, en su caída, destrozó tres jarrones de porcelana de la dinastía Qing. El accidente, ampliamente cubierto por la prensa, fue un recordatorio de cómo un solo gesto involuntario puede desencadenar consecuencias irreversibles sobre bienes centenarios.. Estos incidentes no son solo anécdotas, sino que también son síntomas de una tensión estructural. La popularización de las cámaras móviles y el auge de las redes sociales han introducido una nueva variable en estos episodios: los selfis. En 2017, en la exposición «The 14th Factory», celebrada en Los Ángeles, una visitante perdió el equilibrio mientras intentaba hacerse una fotografía frente a una instalación escultórica. El resultado fue un efecto dominó que dañó varias obras, con pérdidas estimadas en más de 200.000 dólares. Ese mismo año, una pintura de Claude Monet en la National Gallery de Londres sufrió daños menores cuando otra visitante, también en pleno acto de autorrepresentación fotográfica, tropezó frente a ella.. Algunos accidentes tienen un componente casi simbólico. En 2013, en el Museo del Arte Colonial de Bogotá, un visitante cayó sobre una escultura religiosa barroca, rompiendo al niño Jesús que sostenía la figura de la Virgen. Más desconcertante aún fue el caso de 2018 en la Fundação Serralves, en Oporto, donde un espectador cayó literalmente dentro de la instalación «Descent Into Limbo», de Anish Kapoor. El agujero negro pintado en el suelo –una trampa visual concebida como parte de la obra– confundió al visitante, que terminó con heridas leves. La pieza fue clausurada por un tiempo.. Los dispositivos expositivos de los museos siguen sin dar respuestas a los nuevos públicos. Estos incidentes no deben entenderse solo como anécdotas, sino como síntomas de una tensión estructural entre accesibilidad y conservación. El museo contemporáneo se enfrenta al reto de permitir la proximidad del público sin comprometer la integridad de las obras. Educar en el cuidado, en la atención al detalle y en el respeto al objeto artístico se vuelve tan crucial como proteger físicamente las piezas. De hecho, la propia dirección de la Galería Uffizi ha planteado, a raíz de este último altercado, la necesidad de poner una serie de restricciones a los visitantes de los museos; máxime cuando entramos en unas fechas como las estivales, en las que las grandes instituciones artísticas del mundo reciben cientos de miles de turistas ávidos de hacerse selfis con los que alimentar sus redes sociales. La cuestión es: ¿cuáles deben ser las medidas a tomar para impedir que se sucedan estos incidentes? ¿Acaso se debería prohibir la utilización de smartphones para evitar los selfis y, por lo tanto, la excesiva proximidad del espectador a las obras? La solución no es fácil, puesto que una mayoría de los visitantes a los museos no accede a ellos por amor al arte, sino por la pulsión del souvenir visual, de la fotografía que permita decir: «He estado ahí». Si, de súbito, eliminas esta posibilidad, es muy posible que una parte sustancial de este «turismo de museos» desaparezca, y, con ello, ingentes sumas de dinero con las que estas instituciones cuadran sus presupuestos. Quizás, aquello que hay que plantearse es si, para una sociedad tan interactiva como la actual y con un comportamiento tan marcado por las nuevas tecnologías, instituciones como las museísticas no se han quedado un tanto obsoletas y descabalgadas. Mientras los museos se afanan por prodigarse en redes sociales y por incorporar las nuevas tecnologías en sus estrategias de comunicación, sus dispositivos expositivos continúan sin dar respuesta a los nuevos públicos. No existe entendimiento, a este respecto, entre el nuevo espectador y los viejos museos. Y, en el marco de esta relación plagada de desavenencias, no es inusual que los accidentes y el daño al patrimonio artístico se sucedan con mayor frecuencia. El espectador ya no se limita a mirar. 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