Todos tenemos nuestras rarezas y los músicos alguna decena más que el resto de peatones. Pero una cosa es ser especialito y otra muy diferente es ser un verdadero «freak», palabra que la RAE ha admitido en su versión friki («extravagante, raro, excéntrico»), pero término en castellano que no plasma realmente la dimensión del término anglosajón. Un «freak» es, según Luke Haines (Walton On Thames, 1967), un tarado, un raro, un inadaptado. Y esos son los verdaderos apóstoles del rock and roll, los auténticos heraldos de la música popular, no esas personalidades blanditas o apocadas que ahora nos quieren vender por estrellas de la música. Haines traza en su libro «Freaks Out!» (Contra) un alegato a favor de una estirpe de personajes realmente especiales,. Es una tendencia transversal. Pasa en la sociedad y por supuesto, en la música popular: hablamos de la autoconciencia, del yo y mis acuciantes angustias. Problemitas, en el fondo, de diversa índole del primer mundo, que tratamos en el psicólogo porque tenemos que cuidarnos y, por qué no, cantar sobre ello. Dedicarle una canción al terapeuta por los servicios prestados y seguir adelante con el melodrama a los cuatro vientos, sacándole partido. En el pasado, esto no era frecuente. El refugio para exorcizar los demonios se llamaba rock and roll, entendida esta denominación como «toda la música pop creada a partir de 1950 con independencia del género». También puede, solo puede, que esa forma de canalizar los traumas no sirviese para arreglar las profundas averías de esta plétora de bichos raros, desviados e inadaptados sociales que forman parte del catálogo de Haines, uno de los escritores de rock más ingeniosos y audaces de su generación, como ha demostrado en su trabajo al frente de bandas como The Auteurs, Baader Meinhof y Black Box Recorder.. Haines se formó musicalmente en los ochenta, cuando «la moda era apuntarse al paro. Todos los »freaks» odiaban a Thatcher y Thatcher odiaba a todos los »freaks». Existía una especie de acuerdo autoritario entre lunáticos. Mientras el thatcherismo saqueaba el país, los bichos raros de la creación prosperaban, orgullosos de sus subsidios y su falta de empleo, convencidos de que el trabajo no dignifica a nadie. Yo no veía la hora de montar una banda y sumarme a las filas de esa horda de gandules. Los últimos años de esa década me los pasé haciendo el vago en las profundidades más remotas de las listas indies junto a todas esas bandas con paguita a costa del erario», dice como una declaración de intenciones, un manifiesto estético y político. Y lo consiguió, especialmente con The Auteurs, cuando se colocó en la vanguardia «outsider» de Reino Unido, un escalón por debajo de Suede y Pulp. Pero la cosa no mejoró en tiempos de Tony Blair: llegó el «britpop», que Haines define como «un desfile de tontos del pueblo tocando en una banda tributo a Herman’s Hermits», que hoy «es justamente vilipendiado como un desastroso error». «Nos enfrentábamos a la resurrección de »lo viril». El fútbol, Blair y Noel Gallagher integraban nuestro particular eje del mal». El escritor le da la importancia justa a la música: «El rock and roll no es cuestión de vida o muerte. Es más importante que eso».. Empezando, claro, por el principio de los tiempos, por un pionero del rock como Gene Vincent, pionero del rock que fue capaz de «mandarlo todo a tomar por culo» tan pronto como en 1956. Tenía deudas, era infeliz, cojo (por un accidente de coche en el que perdió la vida Eddie Cochran- y adicto a las pastillas y el alcohol. Luego empezaría a amenazar a la gente que no le caía simpática -como Gary Glitter-con pistolas y cuchillos. Nunca puedo superar su primer y único éxito, «Be-Bop-A-Lula» y con 34 años hizo rechinar las mandíbulas de un país apareciendo vestido de cuero negro y con cadenas. Murió dos años después, alcohólico y conspiranoico. El pantalón de cuero es algo que redime a otro de los favoritos de Haines, Jim Morrison: «Bowie no los llevaba, Marc Bolan tampoco, ni siquiera los Velvet Underground. ¿Por qué? Porque iban a salir mal parados». Ya es hora de rehabilitar a Morrison –que se sentía poseído por el espíritu de los nativos americanos- y enterrar el pernicioso efecto del biopic de Oliver Stone. «Morrison vivió su vida literal y metafóricamente al borde del abismo», escribe.. Johnnie Ray llevaba el tupé ante que Elvis y con «Cry» hizo convulsionar a todo un país en 1952. Solo tres años después ya había caído en desgracia, en una época en que no se sabía que eso es la norma en el pop. Su vida se fue por el sumidero, pero Judy Garland se apiadó de él y le ofreció una última oportunidad en la vida: actuar en su boda, a la que llegó etílico y atiborrado de pastillas. Murió emparanoiado y con insuficiencia hepática. No todos los «freaks» han de terminar mal. Ahí están los Shadows, esa banda adelantada a su tiempo, impecable en todos los sentidos y dueños de un oído psicodélico capaz de anticipar el futuro. «Apache», según Haines, «definió una especie de futurismo pagano». Y, sin consumir ácido, en 1966, los de Cliff Richard «ya no tocaban ni en el circuito de bodas y bautizos y, aún así, grabaron una auténtica obra maestra de la psicodelia y nadie se dio cuenta: »A Place in The Sun». El canto del cisne de unos psiconautas». Dioses solares. Pero la gente recibió dioses insecto: The Beatles, que con su «Revolution 9» lograron popularizar la música concreta y el collage sonoro en uno de los discos más vendidos de la historia y, de paso, cabrear a un inmenso número de sus fans. Solo por eso –y su uso de sustancias psicoactivas-, merecen un hueco en este panteón de «freaks».. Mientras que los grupos estadounidenses de San Francisco como Jefferson Airplane y Grateful Dead seguían el propósito de psicodelizar la sociedad, los británicos encontraban en el ácido la excusa para infantilizarse. Ahí estaban Mick Farren al frente de los Deviants, y ese disparate de disco que es «Mona – The Carnivorous Circus» (con la aparición del «freak» Steve Took) y el increíble Robert Calvert al frente de los Hawkwind los ratos que no está ingresado en el psiquiátrico. También Alan Vega, al frente de Suicide, caótico y excesivo, que parece estar siempre en presencia de fantasmas. O Sun Ra, médium con el Antiguo Egipto, intérprete de la cábala, quiromántico del jazz que se ajusta a la perfecta definición de Haines: «El freak como Dios manda, el chungo, el auténtico, jamás debería conformarse con algo tan banal como ser un héroe de culto. A lo que debería aspirar el auténtico »freak» con ojos de arácnido es a convertirse en líder de una secta». La del auténtico rock and roll.
Un libro rinde culto a las figuras más socialmente inadaptadas de la historia de la música frente a la ola de autocompadecimiento y corrección de las listas de éxitos
Todos tenemos nuestras rarezas y los músicos alguna decena más que el resto de peatones. Pero una cosa es ser especialito y otra muy diferente es ser un verdadero «freak», palabra que la RAE ha admitido en su versión friki («extravagante, raro, excéntrico»), pero término en castellano que no plasma realmente la dimensión del término anglosajón. Un «freak» es, según Luke Haines (Walton On Thames, 1967), un tarado, un raro, un inadaptado. Y esos son los verdaderos apóstoles del rock and roll, los auténticos heraldos de la música popular, no esas personalidades blanditas o apocadas que ahora nos quieren vender por estrellas de la música. Haines traza en su libro «Freaks Out!» (Contra) un alegato a favor de una estirpe de personajes realmente especiales,. Es una tendencia transversal. Pasa en la sociedad y por supuesto, en la música popular: hablamos de la autoconciencia, del yo y mis acuciantes angustias. Problemitas, en el fondo, de diversa índole del primer mundo, que tratamos en el psicólogo porque tenemos que cuidarnos y, por qué no, cantar sobre ello. Dedicarle una canción al terapeuta por los servicios prestados y seguir adelante con el melodrama a los cuatro vientos, sacándole partido. En el pasado, esto no era frecuente. El refugio para exorcizar los demonios se llamaba rock and roll, entendida esta denominación como «toda la música pop creada a partir de 1950 con independencia del género». También puede, solo puede, que esa forma de canalizar los traumas no sirviese para arreglar las profundas averías de esta plétora de bichos raros, desviados e inadaptados sociales que forman parte del catálogo de Haines, uno de los escritores de rock más ingeniosos y audaces de su generación, como ha demostrado en su trabajo al frente de bandas como The Auteurs, Baader Meinhof y Black Box Recorder.. Haines se formó musicalmente en los ochenta, cuando «la moda era apuntarse al paro. Todos los »freaks» odiaban a Thatcher y Thatcher odiaba a todos los »freaks». Existía una especie de acuerdo autoritario entre lunáticos. Mientras el thatcherismo saqueaba el país, los bichos raros de la creación prosperaban, orgullosos de sus subsidios y su falta de empleo, convencidos de que el trabajo no dignifica a nadie. Yo no veía la hora de montar una banda y sumarme a las filas de esa horda de gandules. Los últimos años de esa década me los pasé haciendo el vago en las profundidades más remotas de las listas indies junto a todas esas bandas con paguita a costa del erario», dice como una declaración de intenciones, un manifiesto estético y político. Y lo consiguió, especialmente con The Auteurs, cuando se colocó en la vanguardia «outsider» de Reino Unido, un escalón por debajo de Suede y Pulp. Pero la cosa no mejoró en tiempos de Tony Blair: llegó el «britpop», que Haines define como «un desfile de tontos del pueblo tocando en una banda tributo a Herman’s Hermits», que hoy «es justamente vilipendiado como un desastroso error». «Nos enfrentábamos a la resurrección de »lo viril». El fútbol, Blair y Noel Gallagher integraban nuestro particular eje del mal». El escritor le da la importancia justa a la música: «El rock and roll no es cuestión de vida o muerte. Es más importante que eso».. Empezando, claro, por el principio de los tiempos, por un pionero del rock como Gene Vincent, pionero del rock que fue capaz de «mandarlo todo a tomar por culo» tan pronto como en 1956. Tenía deudas, era infeliz, cojo (por un accidente de coche en el que perdió la vida Eddie Cochran- y adicto a las pastillas y el alcohol. Luego empezaría a amenazar a la gente que no le caía simpática -como Gary Glitter-con pistolas y cuchillos. Nunca puedo superar su primer y único éxito, «Be-Bop-A-Lula» y con 34 años hizo rechinar las mandíbulas de un país apareciendo vestido de cuero negro y con cadenas. Murió dos años después, alcohólico y conspiranoico. El pantalón de cuero es algo que redime a otro de los favoritos de Haines, Jim Morrison: «Bowie no los llevaba, Marc Bolan tampoco, ni siquiera los Velvet Underground. ¿Por qué? Porque iban a salir mal parados». Ya es hora de rehabilitar a Morrison –que se sentía poseído por el espíritu de los nativos americanos- y enterrar el pernicioso efecto del biopic de Oliver Stone. «Morrison vivió su vida literal y metafóricamente al borde del abismo», escribe.. Johnnie Ray llevaba el tupé ante que Elvis y con «Cry» hizo convulsionar a todo un país en 1952. Solo tres años después ya había caído en desgracia, en una época en que no se sabía que eso es la norma en el pop. Su vida se fue por el sumidero, pero Judy Garland se apiadó de él y le ofreció una última oportunidad en la vida: actuar en su boda, a la que llegó etílico y atiborrado de pastillas. Murió emparanoiado y con insuficiencia hepática. No todos los «freaks» han de terminar mal. Ahí están los Shadows, esa banda adelantada a su tiempo, impecable en todos los sentidos y dueños de un oído psicodélico capaz de anticipar el futuro. «Apache», según Haines, «definió una especie de futurismo pagano». Y, sin consumir ácido, en 1966, los de Cliff Richard «ya no tocaban ni en el circuito de bodas y bautizos y, aún así, grabaron una auténtica obra maestra de la psicodelia y nadie se dio cuenta: »A Place in The Sun». El canto del cisne de unos psiconautas». Dioses solares. Pero la gente recibió dioses insecto: The Beatles, que con su «Revolution 9» lograron popularizar la música concreta y el collage sonoro en uno de los discos más vendidos de la historia y, de paso, cabrear a un inmenso número de sus fans. Solo por eso –y su uso de sustancias psicoactivas-, merecen un hueco en este panteón de «freaks».. Mientras que los grupos estadounidenses de San Francisco como Jefferson Airplane y Grateful Dead seguían el propósito de psicodelizar la sociedad, los británicos encontraban en el ácido la excusa para infantilizarse. Ahí estaban Mick Farren al frente de los Deviants, y ese disparate de disco que es «Mona – The Carnivorous Circus» (con la aparición del «freak» Steve Took) y el increíble Robert Calvert al frente de los Hawkwind los ratos que no está ingresado en el psiquiátrico. También Alan Vega, al frente de Suicide, caótico y excesivo, que parece estar siempre en presencia de fantasmas. O Sun Ra, médium con el Antiguo Egipto, intérprete de la cábala, quiromántico del jazz que se ajusta a la perfecta definición de Haines: «El freak como Dios manda, el chungo, el auténtico, jamás debería conformarse con algo tan banal como ser un héroe de culto. A lo que debería aspirar el auténtico »freak» con ojos de arácnido es a convertirse en líder de una secta». La del auténtico rock and roll.
Noticias de cultura en La Razón
