La niebla matinal se eleva sobre las aguas serenas del río Miño, descubriendo aquí y allá un caserío o una viña repartidos entre las dos orillas divergentes. A un lado del cauce, unas cuantas casas de piedra se aferran a las empinadas terrazas de viñedos; al otro, los tejados asoman entre bancales verdes y su reflejo se proyecta sobre el agua.. En este rincón remoto de la Ribeira Sacra, el mayor río de Galicia divide, de modo literal, en dos un mismo pueblo diminuto. Pocos lugares resultan tan pintorescos como este, escondido entre laderas cubiertas de viña y bosque.. La escena parece detenida en el tiempo. Las viviendas, construidas en piedra con balconadas de madera, se adaptan al desnivel del terreno; algunas aún lucen ornamentaciones antiguas realizadas con la técnica del esgrafiado.. Junto al puente que une ambas orillas se alza una pequeña iglesia dedicada a San Bartolomé. A sus pies, un peto de ánimas alimentado por el musgo recuerda la devoción de los vecinos. En los huertos escalonados crecen cerezos, y cada final de primavera el pueblo celebra con sencillez la cosecha de esta fruta en una fiesta local.. Dividido por el Miño. El escenario descrito pertenece a Belesar, una aldea lucense enclavada en plena Ribeira Sacra. Su caso es singular: es un único pueblo dividido físicamente por el Miño, de modo que la orilla occidental pertenece al municipio de Chantada mientras que el margen oriental forma parte de O Saviñao.. En total, apenas suman una veintena de habitantes en la aldea; de hecho, en 2022 se censaron 22 vecinos en conjunto, con 11 viviendo a cada lado del río. Esta peculiar distribución geográfica, con una comunidad partida en dos términos municipales, ha marcado la identidad y el devenir de Belesar a lo largo de su historia.. La posición estratégica de este paso natural no pasó desapercibida a lo largo de los siglos. Los romanos trazaron aquí la calzada que unía Bracara Augusta (Braga, en Portugal) con Asturica Augusta (Astorga, León), de la que aún perdura un tramo empedrado en zigzag conocido como los Codos de Belesar.. Aquella importancia como cruce entre comarcas explica que en el siglo XII el rey Alfonso VII concediese privilegios comerciales a la población, con la intención de convertir la aldea en un burgo mercantil en este enclave del Miño. Décadas más tarde, Alfonso IX ratificó dichos fueros en 1208 -constando en un documento, el más antiguo que se conserva sobre Belesar-, pero el sueño nunca llegó a buen puerto.. La aldea jamás se transformó en aquel prometedor núcleo de comercio imaginado por los monarcas, sino que permaneció pequeña, aferrada a la ribera y a sus viñas, resistiendo el paso de los siglos con su esencia rural intacta.. El Camino de Invierno. A pesar de todo, Belesar ha cambiado muy poco con el tiempo. Por sus callejuelas de piedra pasa hoy el Camino de Invierno, una variante jacobea que entra en Galicia evitando las cumbres nevadas de O Cebreiro y que atraviesa este valle del Miño rumbo a Compostela.. Desde el viejo puente, cuyos pilares conservan basamentos de origen romano, parte la llamada Ruta de los Viñedos de Belesar (PR-G 183), un sendero lineal de unos cuatro kilómetros que conduce entre viñedos en bancales, lagares rupestres y bodegas centenarias hasta la vecina aldea de A Veiga.. La iglesia parroquial de San Bartolomé, patrón de la aldea, guarda un retablo barroco de 1747 que fue rescatado de la antigua iglesia inundada por las aguas del embalse de Belesar. Desde el embarcadero en la orilla de O Saviñao parten rutas fluviales en catamarán que recorren los apacibles cañones del Miño, brindando una perspectiva única de los bancales de vid y los bosques de ribera.. Belesar es también tierra de cerezos, y cada primavera celebra una fiesta para rendir homenaje a este fruto local en plena época de cosecha. Pasear por sus estrechas callejuelas de piedra o contemplar el caserío duplicado en el espejo del río son placeres sencillos que captan, sin quererlo, la esencia sosegada de Galicia, repleta, a fin de cuentas, de morriña.
En este lugar el Camino de Invierno a Compostela cruza el río dejando a su paso una historia romana que aún se puede escuchar en los viñedos
La niebla matinal se eleva sobre las aguas serenas del río Miño, descubriendo aquí y allá un caserío o una viña repartidos entre las dos orillas divergentes. A un lado del cauce, unas cuantas casas de piedra se aferran a las empinadas terrazas de viñedos; al otro, los tejados asoman entre bancales verdes y su reflejo se proyecta sobre el agua.. En este rincón remoto de la Ribeira Sacra, el mayor río de Galicia divide, de modo literal, en dos un mismo pueblo diminuto. Pocos lugares resultan tan pintorescos como este, escondido entre laderas cubiertas de viña y bosque.. La escena parece detenida en el tiempo. Las viviendas, construidas en piedra con balconadas de madera, se adaptan al desnivel del terreno; algunas aún lucen ornamentaciones antiguas realizadas con la técnica del esgrafiado.. Junto al puente que une ambas orillas se alza una pequeña iglesia dedicada a San Bartolomé. A sus pies, un peto de ánimas alimentado por el musgo recuerda la devoción de los vecinos. En los huertos escalonados crecen cerezos, y cada final de primavera el pueblo celebra con sencillez la cosecha de esta fruta en una fiesta local.. Dividido por el Miño. El escenario descrito pertenece a Belesar, una aldea lucense enclavada en plena Ribeira Sacra. Su caso es singular: es un único pueblo dividido físicamente por el Miño, de modo que la orilla occidental pertenece al municipio de Chantada mientras que el margen oriental forma parte de O Saviñao.. En total, apenas suman una veintena de habitantes en la aldea; de hecho, en 2022 se censaron 22 vecinos en conjunto, con 11 viviendo a cada lado del río. Esta peculiar distribución geográfica, con una comunidad partida en dos términos municipales, ha marcado la identidad y el devenir de Belesar a lo largo de su historia.. La posición estratégica de este paso natural no pasó desapercibida a lo largo de los siglos. Los romanos trazaron aquí la calzada que unía Bracara Augusta (Braga, en Portugal) con Asturica Augusta (Astorga, León), de la que aún perdura un tramo empedrado en zigzag conocido como los Codos de Belesar.. Aquella importancia como cruce entre comarcas explica que en el siglo XII el rey Alfonso VII concediese privilegios comerciales a la población, con la intención de convertir la aldea en un burgo mercantil en este enclave del Miño. Décadas más tarde, Alfonso IX ratificó dichos fueros en 1208 -constando en un documento, el más antiguo que se conserva sobre Belesar-, pero el sueño nunca llegó a buen puerto.. La aldea jamás se transformó en aquel prometedor núcleo de comercio imaginado por los monarcas, sino que permaneció pequeña, aferrada a la ribera y a sus viñas, resistiendo el paso de los siglos con su esencia rural intacta.. El Camino de Invierno. A pesar de todo, Belesar ha cambiado muy poco con el tiempo. Por sus callejuelas de piedra pasa hoy el Camino de Invierno, una variante jacobea que entra en Galicia evitando las cumbres nevadas de O Cebreiro y que atraviesa este valle del Miño rumbo a Compostela.. Desde el viejo puente, cuyos pilares conservan basamentos de origen romano, parte la llamada Ruta de los Viñedos de Belesar (PR-G 183), un sendero lineal de unos cuatro kilómetros que conduce entre viñedos en bancales, lagares rupestres y bodegas centenarias hasta la vecina aldea de A Veiga.. La iglesia parroquial de San Bartolomé, patrón de la aldea, guarda un retablo barroco de 1747 que fue rescatado de la antigua iglesia inundada por las aguas del embalse de Belesar. Desde el embarcadero en la orilla de O Saviñao parten rutas fluviales en catamarán que recorren los apacibles cañones del Miño, brindando una perspectiva única de los bancales de vid y los bosques de ribera.. Belesar es también tierra de cerezos, y cada primavera celebra una fiesta para rendir homenaje a este fruto local en plena época de cosecha. Pasear por sus estrechas callejuelas de piedra o contemplar el caserío duplicado en el espejo del río son placeres sencillos que captan, sin quererlo, la esencia sosegada de Galicia, repleta, a fin de cuentas, de morriña.
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