La Navidad para Fernando Gutiérrez no empieza cuando se encienden las luces, ni cuando los villancicos irrumpen en los comercios. Empieza mucho antes, a finales de octubre, cuando todavía no se ha celebrado Todos los Santos y el calendario insiste en que aún queda otoño. Es entonces cuando despliega telas, prepara el fondo, plancha con cuidado y comienza a levantar, poco a poco, un mundo entero en miniatura. Un mundo que, año tras año, vuelve a nacer.. Fernando tiene 32 años y una colección que impresiona incluso a quienes creen haberlo visto todo: casi 250 belenes como él mismo precisa, repartidos entre vitrinas, estanterías y grandes montajes que ocupan buena parte de su casa. Es una colección personal, privada, fruto de una pasión que no ha dejado de crecer desde la infancia. “Esto es un vicio”, admite con naturalidad. “Empieza uno por un poquito y al final dices que tienes que parar… pero no paras”.. El origen de todo está en un recuerdo nítido, casi intacto, pese al paso del tiempo. Una mañana de Reyes. Fernando era pequeño y pidió un único regalo: un belén. Nada más. “Una Navidad le pedí a los Reyes que me trajeran un belén porque a mí me gustaba mucho”, recuerda. Y los Reyes no solo cumplieron, sino que se presentaron en persona. “Eran unos señores que se vestían de Reyes y fueron a la casa donde vivíamos. Me lo regalaron ellos y lo monté esa misma mañana, el Día de Reyes”.. Aquel gesto marcó el inicio de una tradición personal que se repetiría cada año. Desde entonces, la Navidad quedó asociada para Fernando al montaje del belén, al cuidado de cada figura, a la emoción de ver cómo una escena inmóvil cobraba sentido. Con el tiempo, los nacimientos fueron creciendo en número y en complejidad. “Luego ya empecé a comprar otros más bonitos y, según me voy haciendo mayor, más mayor”, explica.. Hace algo más de veinte años dio un paso decisivo: empezó a adquirir figuras en movimiento. Fue el principio de una nueva etapa en su afición, más técnica, más costosa, pero también más viva. Hoy, una de las joyas de su colección es un belén de unos 18 metros cuadrados, con más de 60 figuras en movimiento, donde nada permanece quieto. “Se hace día y noche, tiene el río, palomas volando y sale humo también”, enumera, casi sin darle importancia, como quien describe algo cotidiano.. Ese gran belén es un pequeño universo en sí mismo. Casas, molinos, murallas, jaimas, pirámides, palmeras, el portal. Todo está integrado en un conjunto que no responde a la improvisación. Y buena parte de ese trabajo no ha salido de ningún taller profesional. “Todo eso lo hemos hecho entre mi padre y yo”, subraya Fernando. Su padre, Gabriel Gutiérrez, es una figura clave en esta historia. Juntos han diseñado, construido y perfeccionado muchos de los elementos que hoy dan forma al belén principal y a otros nacimientos de la colección.. El montaje es un proceso largo, paciente y casi ritual. “Empiezo a finales de octubre, siempre antes de los santos”, detalla. Primero coloca la tela del fondo, la plancha y la ajusta. Después comienza a levantar el pueblo, el desierto, las pirámides, las jaimas. Más tarde llega el río. “Vas cada día levantando un cachito”, explica. No hay prisas. El belén se construye poco a poco, como si necesitara su propio tiempo para cobrar vida.. Aunque ese gran montaje es el más espectacular, no es necesariamente el más especial para Fernando. Entre sus casi 250 belenes hay piezas que guardan una carga emocional única. Como un diorama que les tocó a sus padres en un sorteo en Barcelona, cuando él era “muy, muy pequeñito”. Habían visitado una exposición de belenes de un artesano especializado en dioramas y compraron papeletas. Les tocó. “Es una cajita con muchas profundidades de barro y es muy bonito”, dice con cariño. Es una pieza pequeña, pero llena de memoria.. También conserva belenes antiguos, como uno procedente de Olot, de la antigua fábrica de Guadalupe, una pieza con historia que destaca entre las vitrinas. Y otros que sorprenden por su rareza y material. “Tengo uno de hueso”, cuenta. “Y luego tengo también uno de coral, muy pequeñito, dentro de una cúpula de cristal”. A ellos se suma un belén pintado en papiro de Egipto que representa la huida a Egipto, la única escena de toda su colección que no es estrictamente el nacimiento.. Porque, salvo esa excepción, todos los belenes de Fernando representan el nacimiento. Algunos incluyen a los Reyes Magos; otros solo la Sagrada Familia. Pero el motivo es siempre el mismo. Lo que cambia es el formato, el estilo y el origen. Y ahí la variedad es enorme.. Tiene belenes de Polonia, de Roma, de Alemania, de África, de Francia, de México, de la India. Algunos los ha comprado él mismo; otros han llegado como regalos. “Tengo uno de la India que me lo regaló una señora”, explica. “Me dijo que lo había comprado y que me lo iba a traer, y me lo regaló”. Sus padres también han sido cómplices constantes, trayéndole nacimientos de sus viajes, conscientes de que cada destino era una oportunidad para sumar una nueva pieza.. Los materiales hablan por sí solos: porcelana, cristal, plata, azulejo de Manises, madera, cemento, coral, hueso, ganchillo. Los hay hechos con cacahuetes, con conchas de mar, con papel de periódico. Algunos los han fabricado ellos mismos, Fernando y Gabriel, en madera y otros soportes. “Son originales”, dice, quitándoles importancia, aunque reconoce que algunos son especialmente complejos.. La colección incluye también belenes de Playmobil, de Pin y Pon, de Lego, de huevos Kinder. Platos decorativos de una colección portuguesa de Navidad. Piezas grandes y diminutas, algunas casi escondidas en una vitrina, otras ocupando un lugar central. En total, están repartidas en seis vitrinas, además de los grandes montajes que se instalan cada año.. Calcular cuántas figuras hay en total resulta casi imposible. “No lo sé”, reconoce. “La mayoría de los belenes tienen muchas figuras”. Solo el belén principal reúne más de 60 en movimiento. Algunas de esas figuras son, además, las más grandes que tiene: alcanzan los 70 centímetros de altura. Llegaron de manera inesperada, regaladas por un amigo tras una reforma en una casa donde el antiguo dueño ya no las quería.. Hablar de dinero no le resulta cómodo. “No te puedo decir lo que vale todo esto”, admite. Pero ofrece ejemplos que ayudan a entender la magnitud del esfuerzo. Las primeras figuras en movimiento que compró, hace más de veinte años, le costaron más de 900 euros por el conjunto de la Sagrada Familia y los Reyes. Hoy, una sola de esas piezas puede superar los 300 euros. En un mercadillo de Madrid, recientemente, pagó 175 euros por una figura en movimiento. “Si lo multiplicas por las 60, te haces una idea”, apunta.. Aun así, insiste en que no todo se mide en dinero. Gran parte del belén está hecha a mano. Y cada año incorpora nuevos detalles creados por él mismo. Este año, por ejemplo, ha construido una fuente con agua real y un pequeño tendedero. “Tiene unos paños que están pingando agua”, explica. “Se empapan y parece que estuvieran recién tendidos”. Son pequeños gestos que dan vida a la escena y que resumen bien su manera de entender el belén.. Fernando es carnicero. Su trabajo diario poco tiene que ver, en apariencia, con este universo minucioso. Pero quizá precisamente por eso el belén se ha convertido en su espacio de calma, de creatividad, de concentración. Un lugar donde el tiempo se ralentiza y cada detalle importa.. Aunque la colección es privada, no está completamente cerrada al público. En la parroquia de San Andrés, cuando terminan las misas de los domingos, suele abrir y entra mucha gente a verlo. El día que el sacerdote fue a bendecir el belén, la cochera se llenó. “Viene mucha gente”, cuenta. No hay horarios fijos ni carteles. Todo ocurre de manera espontánea, casi como una extensión natural del barrio.. De cara al futuro, Fernando sí se plantea dar un paso más y exponer la colección en un espacio público. No este año, pero sí el próximo. Sería una forma de compartir lo que durante tanto tiempo ha sido íntimo y familiar.. Y no, no piensa parar. “Yo sigo”, dice sin dudar. Cada año compra al menos un par de figuras nuevas en movimiento. Y si durante el año ve un belén que le gusta, lo compra. “Mientras vea uno que me guste, lo compro”, resume.. Porque, al final, no se trata solo de acumular piezas. Se trata de mantener viva una tradición, de volver cada año al mismo gesto, de construir con paciencia un paisaje que habla de infancia, de familia y de tiempo compartido. En casa de Fernando Gutiérrez, la Navidad no se guarda en una caja cuando pasan las fiestas. Permanece todo el año, esperando a que, a finales de octubre, alguien vuelva a planchar la tela del fondo y empiece, una vez más, a levantar un mundo entero.
Con casi 250 belenes procedentes de todo el mundo, este carnicero de 32 años construye cada año, junto a su padre Gabriel, un universo en miniatura donde la tradición, la paciencia y la memoria familiar se dan la mano
La Navidad para Fernando Gutiérrez no empieza cuando se encienden las luces, ni cuando los villancicos irrumpen en los comercios. Empieza mucho antes, a finales de octubre, cuando todavía no se ha celebrado Todos los Santos y el calendario insiste en que aún queda otoño. Es entonces cuando despliega telas, prepara el fondo, plancha con cuidado y comienza a levantar, poco a poco, un mundo entero en miniatura. Un mundo que, año tras año, vuelve a nacer.. Fernando tiene 32 años y una colección que impresiona incluso a quienes creen haberlo visto todo: casi 250 belenes como él mismo precisa, repartidos entre vitrinas, estanterías y grandes montajes que ocupan buena parte de su casa. Es una colección personal, privada, fruto de una pasión que no ha dejado de crecer desde la infancia. “Esto es un vicio”, admite con naturalidad. “Empieza uno por un poquito y al final dices que tienes que parar… pero no paras”.. El origen de todo está en un recuerdo nítido, casi intacto, pese al paso del tiempo. Una mañana de Reyes. Fernando era pequeño y pidió un único regalo: un belén. Nada más. “Una Navidad le pedí a los Reyes que me trajeran un belén porque a mí me gustaba mucho”, recuerda. Y los Reyes no solo cumplieron, sino que se presentaron en persona. “Eran unos señores que se vestían de Reyes y fueron a la casa donde vivíamos. Me lo regalaron ellos y lo monté esa misma mañana, el Día de Reyes”.. Aquel gesto marcó el inicio de una tradición personal que se repetiría cada año. Desde entonces, la Navidad quedó asociada para Fernando al montaje del belén, al cuidado de cada figura, a la emoción de ver cómo una escena inmóvil cobraba sentido. Con el tiempo, los nacimientos fueron creciendo en número y en complejidad. “Luego ya empecé a comprar otros más bonitos y, según me voy haciendo mayor, más mayor”, explica.. Hace algo más de veinte años dio un paso decisivo: empezó a adquirir figuras en movimiento. Fue el principio de una nueva etapa en su afición, más técnica, más costosa, pero también más viva. Hoy, una de las joyas de su colección es un belén de unos 18 metros cuadrados, con más de 60 figuras en movimiento, donde nada permanece quieto. “Se hace día y noche, tiene el río, palomas volando y sale humo también”, enumera, casi sin darle importancia, como quien describe algo cotidiano.. Ese gran belén es un pequeño universo en sí mismo. Casas, molinos, murallas, jaimas, pirámides, palmeras, el portal. Todo está integrado en un conjunto que no responde a la improvisación. Y buena parte de ese trabajo no ha salido de ningún taller profesional. “Todo eso lo hemos hecho entre mi padre y yo”, subraya Fernando. Su padre, Gabriel Gutiérrez, es una figura clave en esta historia. Juntos han diseñado, construido y perfeccionado muchos de los elementos que hoy dan forma al belén principal y a otros nacimientos de la colección.. El montaje es un proceso largo, paciente y casi ritual. “Empiezo a finales de octubre, siempre antes de los santos”, detalla. Primero coloca la tela del fondo, la plancha y la ajusta. Después comienza a levantar el pueblo, el desierto, las pirámides, las jaimas. Más tarde llega el río. “Vas cada día levantando un cachito”, explica. No hay prisas. El belén se construye poco a poco, como si necesitara su propio tiempo para cobrar vida.. Aunque ese gran montaje es el más espectacular, no es necesariamente el más especial para Fernando. Entre sus casi 250 belenes hay piezas que guardan una carga emocional única. Como un diorama que les tocó a sus padres en un sorteo en Barcelona, cuando él era “muy, muy pequeñito”. Habían visitado una exposición de belenes de un artesano especializado en dioramas y compraron papeletas. Les tocó. “Es una cajita con muchas profundidades de barro y es muy bonito”, dice con cariño. Es una pieza pequeña, pero llena de memoria.. También conserva belenes antiguos, como uno procedente de Olot, de la antigua fábrica de Guadalupe, una pieza con historia que destaca entre las vitrinas. Y otros que sorprenden por su rareza y material. “Tengo uno de hueso”, cuenta. “Y luego tengo también uno de coral, muy pequeñito, dentro de una cúpula de cristal”. A ellos se suma un belén pintado en papiro de Egipto que representa la huida a Egipto, la única escena de toda su colección que no es estrictamente el nacimiento.. Porque, salvo esa excepción, todos los belenes de Fernando representan el nacimiento. Algunos incluyen a los Reyes Magos; otros solo la Sagrada Familia. Pero el motivo es siempre el mismo. Lo que cambia es el formato, el estilo y el origen. Y ahí la variedad es enorme.. Tiene belenes de Polonia, de Roma, de Alemania, de África, de Francia, de México, de la India. Algunos los ha comprado él mismo; otros han llegado como regalos. “Tengo uno de la India que me lo regaló una señora”, explica. “Me dijo que lo había comprado y que me lo iba a traer, y me lo regaló”. Sus padres también han sido cómplices constantes, trayéndole nacimientos de sus viajes, conscientes de que cada destino era una oportunidad para sumar una nueva pieza.. Los materiales hablan por sí solos: porcelana, cristal, plata, azulejo de Manises, madera, cemento, coral, hueso, ganchillo. Los hay hechos con cacahuetes, con conchas de mar, con papel de periódico. Algunos los han fabricado ellos mismos, Fernando y Gabriel, en madera y otros soportes. “Son originales”, dice, quitándoles importancia, aunque reconoce que algunos son especialmente complejos.. La colección incluye también belenes de Playmobil, de Pin y Pon, de Lego, de huevos Kinder. Platos decorativos de una colección portuguesa de Navidad. Piezas grandes y diminutas, algunas casi escondidas en una vitrina, otras ocupando un lugar central. En total, están repartidas en seis vitrinas, además de los grandes montajes que se instalan cada año.. Calcular cuántas figuras hay en total resulta casi imposible. “No lo sé”, reconoce. “La mayoría de los belenes tienen muchas figuras”. Solo el belén principal reúne más de 60 en movimiento. Algunas de esas figuras son, además, las más grandes que tiene: alcanzan los 70 centímetros de altura. Llegaron de manera inesperada, regaladas por un amigo tras una reforma en una casa donde el antiguo dueño ya no las quería.. Hablar de dinero no le resulta cómodo. “No te puedo decir lo que vale todo esto”, admite. Pero ofrece ejemplos que ayudan a entender la magnitud del esfuerzo. Las primeras figuras en movimiento que compró, hace más de veinte años, le costaron más de 900 euros por el conjunto de la Sagrada Familia y los Reyes. Hoy, una sola de esas piezas puede superar los 300 euros. En un mercadillo de Madrid, recientemente, pagó 175 euros por una figura en movimiento. “Si lo multiplicas por las 60, te haces una idea”, apunta.. Aun así, insiste en que no todo se mide en dinero. Gran parte del belén está hecha a mano. Y cada año incorpora nuevos detalles creados por él mismo. Este año, por ejemplo, ha construido una fuente con agua real y un pequeño tendedero. “Tiene unos paños que están pingando agua”, explica. “Se empapan y parece que estuvieran recién tendidos”. Son pequeños gestos que dan vida a la escena y que resumen bien su manera de entender el belén.. Fernando es carnicero. Su trabajo diario poco tiene que ver, en apariencia, con este universo minucioso. Pero quizá precisamente por eso el belén se ha convertido en su espacio de calma, de creatividad, de concentración. Un lugar donde el tiempo se ralentiza y cada detalle importa.. Aunque la colección es privada, no está completamente cerrada al público. En la parroquia de San Andrés, cuando terminan las misas de los domingos, suele abrir y entra mucha gente a verlo. El día que el sacerdote fue a bendecir el belén, la cochera se llenó. “Viene mucha gente”, cuenta. No hay horarios fijos ni carteles. Todo ocurre de manera espontánea, casi como una extensión natural del barrio.. De cara al futuro, Fernando sí se plantea dar un paso más y exponer la colección en un espacio público. No este año, pero sí el próximo. Sería una forma de compartir lo que durante tanto tiempo ha sido íntimo y familiar.. Y no, no piensa parar. “Yo sigo”, dice sin dudar. Cada año compra al menos un par de figuras nuevas en movimiento. Y si durante el año ve un belén que le gusta, lo compra. “Mientras vea uno que me guste, lo compro”, resume.. Porque, al final, no se trata solo de acumular piezas. Se trata de mantener viva una tradición, de volver cada año al mismo gesto, de construir con paciencia un paisaje que habla de infancia, de familia y de tiempo compartido. En casa de Fernando Gutiérrez, la Navidad no se guarda en una caja cuando pasan las fiestas. Permanece todo el año, esperando a que, a finales de octubre, alguien vuelva a planchar la tela del fondo y empiece, una vez más, a levantar un mundo entero.
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