Que nadie se asuste o se escandalice (demasiado): no estoy sugiriendo un Fahrenheit 451 contra las obras de Esquilo o Cicerón, cerrar las facultades donde aún se enseña griego o latín, o ignorar (cancelar lo llaman ahora) la filosofía platónica o aristotélica. Pero sí, quizás, repensar el peso y el papel que esta herencia clásica debería tener en nuestras actuales discusiones acerca de lo que somos, y, sobre todo, de la sociedad que queremos tener en el futuro; y claro está, acerca del modo en que habremos de educar a quienes nos reemplazarán y habrán de construir dicha sociedad. No solo la vida corriente está llena de lugares comunes: también lo está la académica y en general, el mundo de las ideas. Y una de esas ideas, repetida como un mantra, es que le debemos casi todo lo que somos a Grecia y a Roma. En realidad, ese casi no es tan pequeño; es un casi muy vasto, en el que caben multitud de cosas, que hemos ido aprendiendo, ideando o construyendo después de que Odoacro sentase sus reales en la Ciudad Eterna. Y, en fin, si a lo que nos estamos refiriendo realmente es, parafraseando a Newton, a que nuestro éxito civilizatorio hubiera sido imposible de no habernos aupado a los hombros de tales gigantes, entonces cualquier civilización es deudora de aquel antepasado peludo que usó por vez primera un fémur como martillo, mientras sonaba, con la solemnidad que exigía aquel hallazgo genial, el primer movimiento del Zaratustra de Strauss. O por decirlo en términos más científicos: si hemos llegado adonde nos encontramos actualmente, ha sido merced a la transmisión cultural del conocimiento, que es, con gran probabilidad, la única capacidad que nos diferencia del resto de los animales.. Ahora bien, más allá de esta secular reverencia por su legado y de un puñado de aforismos que hoy son carne de memes o trufan los libros de autoayuda, ¿qué sigue siendo útil realmente de lo que produjeron y pensaron los clásicos? En lo que se refiere a la ciencia y a la tecnología, bien poco: por muy notables que fueran sus logros en comparación con otros pueblos con los que convivieron (o incluso con períodos posteriores de la historia, ensombrecidos por la estasis y hasta por la regresión culturales), han quedado superados con creces por todo lo que ha venido después. La capacidad de cálculo de cualquier teléfono móvil está a años luz de la que tenía el mecanismo de Anticitera y hoy podemos viajar de un confín a otro de lo que fue el antiguo Imperio Romano en el tiempo que se tardaba entonces en llegar del Coliseo a la tumba de Augusto. La notable descripción que hizo Aristóteles del mundo animal palidece ante cualquier curso universitario de introducción a la biología y nuestra agricultura, que hace uso regular de la manipulación genética y los cultivos hidropónicos, habría dejado sin palabras a Columela. Aristarco nunca supo de la materia oscura o imaginó que toda galaxia esconde en su centro un agujero negro. Y la medicina de Hipócrates (por no decir la de Asclepio) salvaba bastantes menos vidas que nuestras vacunas, los trasplantes de hígado o simplemente, las operaciones realizadas con material esterilizado. Dada la enorme magnitud de estos avances, no es extraño que, por mucho que nos maraville el teorema de Pitágoras o la durabilidad del acueducto de Segovia, los conocimientos y las habilidades mecánicas de griegos y romanos hayan quedado reducidos a unas pocas anécdotas con las que animar las clases de primer curso en las facultades de Química o Ingeniería. En cambio, todo es bien distinto cuando se cruza ese Rubicón que aún hoy separa las ciencias de las humanidades. Los estudiantes leen durante meses sobre los desmanes cometidos por Aquiles en Troya y dedican años a conseguir entender en la lengua original cómo pudo César someter la Galia: a sangre y fuego. Han debido de hacerse más traducciones de este texto que legionarios cruzaron entonces los Alpes. Del mismo modo, se continúan llevando a escena las escabrosas cuitas de alguien tan retorcido como Edipo, que mató a su padre y hasta se casó con su madre. Y se enseñan en las aulas las leyes con las que se gobernaban los romanos, tan avanzados ellos que, hasta que no se volvieron cristianos, tenían derecho a matar cuando quisieran a sus propios hijos (y especialmente, a las hijas). Y en cuanto a la filosofía… sí, probablemente sea lo que mejor ha envejecido, quizás porque nos anima, precisamente, a explorar el mundo y, con lo aprendido, dejar atrás la herencia recibida si acaba demostrándose falsa. Lo que sigue siendo recuperable de la Antigüedad clásica es, en esencia, todo aquello que versa sobre lo que menos cambia en el ser humano. Si leemos su literatura, es porque continuamos presos de pasiones parecidas. Y si nos siguen entusiasmando (e iluminando) las respuestas que dieron Sócrates o Epicuro a las grandes cuestiones existenciales, es porque tales preguntas continúan atormentándonos en la misma medida que a ellos. En último término, nos une a Grecia y a Roma lo mismo que a nuestra familia lejana, como a ese bisabuelo de nuestro abuelo del que no conocemos ni siquiera el nombre: el miedo a sentirnos huérfanos en mitad del universo, un temor ancestral a lo que pueda ocurrir si nos soltamos de esa larga cadena que nos ata a la historia del rincón del mundo en el que vivimos (como nos atan a él tantas otras cosas: comidas, costumbres o paisajes), a pesar de que sus primeros eslabones se parecen muy poco a los últimos que somos nosotros.. Ya dijo Bertrand Russell que progresar consiste en dar una explicación científica a los interrogantes que hasta ese momento solo tenían una interpretación filosófica. Russell no negaba utilidad a la filosofía: es el bálsamo que atempera la angustia que provocan en nosotros las grandes cuestiones existenciales (quién soy, de dónde vengo, qué fin me aguarda) mientras se está a la espera de que la ciencia nos proporcione una respuesta definitiva… nada diferente, en realidad, de lo que antes hizo la religión, solo que prescindiendo de las causas sobrenaturales. Ahora bien, sucede que el mismo progreso que hemos hecho en la comprensión del mundo físico, que vuelve casi pueril la visión que de él tenían los antiguos, se está haciendo también en lo que atañe al propio ser humano: a nuestras pulsiones, nuestros procesos mentales, las fuerzas que vertebran nuestras sociedades, nuestra relación con el mundo, nuestro origen… De todo ello tienen ya una explicación bastante exacta la genética, la neurociencia, la sociobiología o la teoría evolutiva. Y sin embargo, seguimos recurriendo fundamentalmente a la literatura, la historia, o la filosofía para entendernos a nosotros mismos. Por muy prosaica y antipoética que nos resulte tal explicación, y por mucho que nos sigan conmoviendo sus lamentos (gracias al genio de Sófocles), el proceder de Edipo se comprende mejor desde la psiquiatría clínica, en términos de alteraciones en los niveles de neurotransmisores y de las hormonas que regulan el comportamiento, que a partir de lo puedan dejar traslucir sus palabras (otro lugar común: que el lenguaje refleja con exactitud lo que pensamos o sentimos). Del mismo modo, lo atinado de la organización que Platón propone para su república ideal solo se puede valorar en su justa medida cuando la estudiamos a la luz de lo que hoy sabemos sobre las sociedades que forman los primates y en último término, sobre la evolución del comportamiento prosocial en nuestro linaje. En definitiva, ha llegado la hora de enriquecer la visión humanística del hombre con el aporte de las ciencias. Y porque pienso que, de hacerlo, nos iría bastante mejor, voy a incurrir en la incorrección política de defender que no basta con decir que ambas visiones son complementarias (un lugar común más), sino que es preciso aceptar que la primera ha de supeditarse a la segunda. En realidad, si algo sigue verdaderamente vigente de los clásicos es su apelación a indagar en lo que nos rodea haciendo uso únicamente de las herramientas de la razón y en particular, a desechar cualquier explicación del mundo que contradiga lo que la ciencia pueda revelarnos al respecto, incluso si se trata de la herencia de un pasado con el que continuamos manteniendo fuertes lazos emocionales. Como dejó escrito Séneca en una de sus famosas cartas a Lucilo, «non ideo debemus, quia maiores nostri ita tradiderunt, sequi falsum», lo que viene a decir, justamente, que «no hemos de seguir lo falso solo por el hecho de que nos lo hayan transmitido nuestros antepasados».
«Nos une a Grecia y a Roma lo mismo que a nuestra familia lejana»
Que nadie se asuste o se escandalice (demasiado): no estoy sugiriendo un Fahrenheit 451 contra las obras de Esquilo o Cicerón, cerrar las facultades donde aún se enseña griego o latín, o ignorar (cancelar lo llaman ahora) la filosofía platónica o aristotélica. Pero sí, quizás, repensar el peso y el papel que esta herencia clásica debería tener en nuestras actuales discusiones acerca de lo que somos, y, sobre todo, de la sociedad que queremos tener en el futuro; y claro está, acerca del modo en que habremos de educar a quienes nos reemplazarán y habrán de construir dicha sociedad. No solo la vida corriente está llena de lugares comunes: también lo está la académica y en general, el mundo de las ideas. Y una de esas ideas, repetida como un mantra, es que le debemos casi todo lo que somos a Grecia y a Roma. En realidad, ese casi no es tan pequeño; es un casi muy vasto, en el que caben multitud de cosas, que hemos ido aprendiendo, ideando o construyendo después de que Odoacro sentase sus reales en la Ciudad Eterna. Y, en fin, si a lo que nos estamos refiriendo realmente es, parafraseando a Newton, a que nuestro éxito civilizatorio hubiera sido imposible de no habernos aupado a los hombros de tales gigantes, entonces cualquier civilización es deudora de aquel antepasado peludo que usó por vez primera un fémur como martillo, mientras sonaba, con la solemnidad que exigía aquel hallazgo genial, el primer movimiento del Zaratustra de Strauss. O por decirlo en términos más científicos: si hemos llegado adonde nos encontramos actualmente, ha sido merced a la transmisión cultural del conocimiento, que es, con gran probabilidad, la única capacidad que nos diferencia del resto de los animales.. Ahora bien, más allá de esta secular reverencia por su legado y de un puñado de aforismos que hoy son carne de memes o trufan los libros de autoayuda, ¿qué sigue siendo útil realmente de lo que produjeron y pensaron los clásicos? En lo que se refiere a la ciencia y a la tecnología, bien poco: por muy notables que fueran sus logros en comparación con otros pueblos con los que convivieron (o incluso con períodos posteriores de la historia, ensombrecidos por la estasis y hasta por la regresión culturales), han quedado superados con creces por todo lo que ha venido después. La capacidad de cálculo de cualquier teléfono móvil está a años luz de la que tenía el mecanismo de Anticitera y hoy podemos viajar de un confín a otro de lo que fue el antiguo Imperio Romano en el tiempo que se tardaba entonces en llegar del Coliseo a la tumba de Augusto. La notable descripción que hizo Aristóteles del mundo animal palidece ante cualquier curso universitario de introducción a la biología y nuestra agricultura, que hace uso regular de la manipulación genética y los cultivos hidropónicos, habría dejado sin palabras a Columela. Aristarco nunca supo de la materia oscura o imaginó que toda galaxia esconde en su centro un agujero negro. Y la medicina de Hipócrates (por no decir la de Asclepio) salvaba bastantes menos vidas que nuestras vacunas, los trasplantes de hígado o simplemente, las operaciones realizadas con material esterilizado. Dada la enorme magnitud de estos avances, no es extraño que, por mucho que nos maraville el teorema de Pitágoras o la durabilidad del acueducto de Segovia, los conocimientos y las habilidades mecánicas de griegos y romanos hayan quedado reducidos a unas pocas anécdotas con las que animar las clases de primer curso en las facultades de Química o Ingeniería. En cambio, todo es bien distinto cuando se cruza ese Rubicón que aún hoy separa las ciencias de las humanidades. Los estudiantes leen durante meses sobre los desmanes cometidos por Aquiles en Troya y dedican años a conseguir entender en la lengua original cómo pudo César someter la Galia: a sangre y fuego. Han debido de hacerse más traducciones de este texto que legionarios cruzaron entonces los Alpes. Del mismo modo, se continúan llevando a escena las escabrosas cuitas de alguien tan retorcido como Edipo, que mató a su padre y hasta se casó con su madre. Y se enseñan en las aulas las leyes con las que se gobernaban los romanos, tan avanzados ellos que, hasta que no se volvieron cristianos, tenían derecho a matar cuando quisieran a sus propios hijos (y especialmente, a las hijas). Y en cuanto a la filosofía… sí, probablemente sea lo que mejor ha envejecido, quizás porque nos anima, precisamente, a explorar el mundo y, con lo aprendido, dejar atrás la herencia recibida si acaba demostrándose falsa. Lo que sigue siendo recuperable de la Antigüedad clásica es, en esencia, todo aquello que versa sobre lo que menos cambia en el ser humano. Si leemos su literatura, es porque continuamos presos de pasiones parecidas. Y si nos siguen entusiasmando (e iluminando) las respuestas que dieron Sócrates o Epicuro a las grandes cuestiones existenciales, es porque tales preguntas continúan atormentándonos en la misma medida que a ellos. En último término, nos une a Grecia y a Roma lo mismo que a nuestra familia lejana, como a ese bisabuelo de nuestro abuelo del que no conocemos ni siquiera el nombre: el miedo a sentirnos huérfanos en mitad del universo, un temor ancestral a lo que pueda ocurrir si nos soltamos de esa larga cadena que nos ata a la historia del rincón del mundo en el que vivimos (como nos atan a él tantas otras cosas: comidas, costumbres o paisajes), a pesar de que sus primeros eslabones se parecen muy poco a los últimos que somos nosotros.. Ya dijo Bertrand Russell que progresar consiste en dar una explicación científica a los interrogantes que hasta ese momento solo tenían una interpretación filosófica. Russell no negaba utilidad a la filosofía: es el bálsamo que atempera la angustia que provocan en nosotros las grandes cuestiones existenciales (quién soy, de dónde vengo, qué fin me aguarda) mientras se está a la espera de que la ciencia nos proporcione una respuesta definitiva… nada diferente, en realidad, de lo que antes hizo la religión, solo que prescindiendo de las causas sobrenaturales. Ahora bien, sucede que el mismo progreso que hemos hecho en la comprensión del mundo físico, que vuelve casi pueril la visión que de él tenían los antiguos, se está haciendo también en lo que atañe al propio ser humano: a nuestras pulsiones, nuestros procesos mentales, las fuerzas que vertebran nuestras sociedades, nuestra relación con el mundo, nuestro origen… De todo ello tienen ya una explicación bastante exacta la genética, la neurociencia, la sociobiología o la teoría evolutiva. Y sin embargo, seguimos recurriendo fundamentalmente a la literatura, la historia, o la filosofía para entendernos a nosotros mismos. Por muy prosaica y antipoética que nos resulte tal explicación, y por mucho que nos sigan conmoviendo sus lamentos (gracias al genio de Sófocles), el proceder de Edipo se comprende mejor desde la psiquiatría clínica, en términos de alteraciones en los niveles de neurotransmisores y de las hormonas que regulan el comportamiento, que a partir de lo puedan dejar traslucir sus palabras (otro lugar común: que el lenguaje refleja con exactitud lo que pensamos o sentimos). Del mismo modo, lo atinado de la organización que Platón propone para su república ideal solo se puede valorar en su justa medida cuando la estudiamos a la luz de lo que hoy sabemos sobre las sociedades que forman los primates y en último término, sobre la evolución del comportamiento prosocial en nuestro linaje. En definitiva, ha llegado la hora de enriquecer la visión humanística del hombre con el aporte de las ciencias. Y porque pienso que, de hacerlo, nos iría bastante mejor, voy a incurrir en la incorrección política de defender que no basta con decir que ambas visiones son complementarias (un lugar común más), sino que es preciso aceptar que la primera ha de supeditarse a la segunda. En realidad, si algo sigue verdaderamente vigente de los clásicos es su apelación a indagar en lo que nos rodea haciendo uso únicamente de las herramientas de la razón y en particular, a desechar cualquier explicación del mundo que contradiga lo que la ciencia pueda revelarnos al respecto, incluso si se trata de la herencia de un pasado con el que continuamos manteniendo fuertes lazos emocionales. Como dejó escrito Séneca en una de sus famosas cartas a Lucilo, «non ideo debemus, quia maiores nostri ita tradiderunt, sequi falsum», lo que viene a decir, justamente, que «no hemos de seguir lo falso solo por el hecho de que nos lo hayan transmitido nuestros antepasados».
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