Aunque la cultura, tal y como es entendida en la actualidad, parece ubicarse en las antípodas de la investigación científica, su origen etimológico proviene de «agricultura». Es decir, primogénitamente la cultura proviene del cultivo de la tierra y no de las personas. El conocimiento de este apunte, otorgado por Raúl de Tapia, es el objetivo que tanto él como Clara Obligado han intentado alcanzar con su reciente trabajo. El resultado ya ha llegado a las librerías bajo el título «Un árbol de compañía».. Clara se denomina a sí misma como escritora y extranjera: «Decidí no elegir un país y convertirme en ciudadana del mundo», afirma la nacida en Argentina y afincada en Madrid desde hace más de 50 años. Llevando toda su vida dividida entre la ciudad porteña y la española, es normal que, dentro de su pasión por la naturaleza, se considere a la par urbanita. Raúl, biólogo y restaurador de paisajes, no tiene la misma visión: «Tengo que vivir en la ciudad por unas condiciones laborales determinadas, pero paso más del 50% de mi tiempo fuera de ella».. La mistura de la literatura con la divulgación científica. A pesar de las diferencias que pueden existir entre ellos, la afición por la tinta y la naturaleza les ha unido. A cuatro manos, como les gusta proclamar, han construido la obra, un ensayo con gran alegato ecologista, o, como prefiere llamarlo Clara, «ensayito, porque si haces un ensayo parece que tienes que decir cosas muy difíciles. Busco simplificar e ir de lo concreto hacia lo abstracto y no al revés». La historia se enmarca dentro de lo que se ha asimilado como «ecoliteratura», vocablo parejo a otros como «ecocine» o «ecofeminismo» cuya máxima es transformar la relación humana con la biosfera. «La palabra eco puede parecer una moda, pero es la señal de que la conciencia del medio que pisamos crece», dictamina la argentina.. El matrimonio narrativo de ambos profesionales surge a partir de unas charlas de escritura donde participaba Clara y, eventualmente, Raúl acudía. Cada uno de ellos se nutría de los conocimientos del otro, en una relación bióloga-literaria de interés mutuo. De este modo, se crea una necesidad que el científico deja caer, «llegar a públicos que desde la divulgación científica no se consigue». Así, su aliada le comentó una idea que custodia su cabeza y comienza la acción.. Para poder alcanzar la hazaña, desde un inicio se pactó que Clara sería la que mandaba: «Cada uno tiene que reconocer su propia virtud. A mí se me da mejor llevar las riendas mientras que él hace mucho mejor la documentación de los árboles». «Fue difícil encauzar el lenguaje científico en una atmósfera literaria, pero poco a poco fuimos borrando los bordes. Cada vez estaba más cerca de lo que ella quería ir escribiendo», expresa su compañero. Entre las opciones estilísticas adoptadas para facilitar la simbiosis, se eligió la narración en primera persona, redacción con la que es más fácil que un lector empatice. «Actúa casi omnisciente, para así no pecar de narcisista», constata la sudamericana.. Estos quebraderos de cabeza para facilitar el consumo de su obra surge de una problemática superior que preocupa a ambos artistas: la actual inhabitabilidad social entre las ciencias y las letras. La «lideresa», haciendo honor a su extensa carrera en la narrativa, tiene claro por qué sucede esto: «Las letras, al ser más difíciles, son denostadas. A los niños se les lleva a estudiar ciencias pensando que así tendrán un futuro mejor». El científico también asume apenadamente la crispación entre ambas. «La sociedad busca gente muy especializada aunque desconozca del resto de saberes. Saber pensar ayuda a saber vivir. Desgraciadamente, el pensamiento en este momento está en una valoración baja», confiesa Raúl.. La preocupación que rezuma la narradora no se limita al folio. Ante una pregunta sobre los comicios recién celebrados en la nación que la vio nacer, declara que le parece una «catástrofe». «Es un país que ha aceptado ser vendido, pero entiendo que hay motivos por los que se llega a este pensamiento, por lo que intento comprender las razones de los otros», prosigue. Las diferencias que se habían difuminado durante los minutos que la naturaleza era protagonista reaparecen, pues su amigo opina que no le interesa la política y que se le dan demasiada importancia a los representantes ciudadanos. Se inicia así un pequeño debate con una postura defendiendo que la vida y la política son indivisibles, y otra intentando separarlas.. Estas discrepancias, más allá de distanciarles, les unen aún más. Ellos mismos abrazan lo distintos que son. Ahí reside la magia de «Un árbol de compañía», enlazar distintos mundos y maneras de pensar desde la ecología. Por ello, para rematar con el pretexto que unió sendas vidas, no puede haber otra pregunta: ¿Cuál es la mejor lección que los receptores del relato pueden adquirir? Clara responde que con que lo disfruten y entiendan mejor lo que es un árbol se queda satisfecha. Raúl, por su parte, que descubran la gran sabiduría cultural que poseen esas plantas. Dejemos que la semilla sembrada crezca y se convierta en un robusto tronco.
Los dos autores acaban de publicar «Un árbol de compañía», ensayo que les permite encontrar puntos comunes entre las letras y las ciencias, artes que parecen alejados entre sí
Aunque la cultura, tal y como es entendida en la actualidad, parece ubicarse en las antípodas de la investigación científica, su origen etimológico proviene de «agricultura». Es decir, primogénitamente la cultura proviene del cultivo de la tierra y no de las personas. El conocimiento de este apunte, otorgado por Raúl de Tapia, es el objetivo que tanto él como Clara Obligado han intentado alcanzar con su reciente trabajo. El resultado ya ha llegado a las librerías bajo el título «Un árbol de compañía».. Clara se denomina a sí misma como escritora y extranjera: «Decidí no elegir un país y convertirme en ciudadana del mundo», afirma la nacida en Argentina y afincada en Madrid desde hace más de 50 años. Llevando toda su vida dividida entre la ciudad porteña y la española, es normal que, dentro de su pasión por la naturaleza, se considere a la par urbanita. Raúl, biólogo y restaurador de paisajes, no tiene la misma visión: «Tengo que vivir en la ciudad por unas condiciones laborales determinadas, pero paso más del 50% de mi tiempo fuera de ella».. A pesar de las diferencias que pueden existir entre ellos, la afición por la tinta y la naturaleza les ha unido. A cuatro manos, como les gusta proclamar, han construido la obra, un ensayo con gran alegato ecologista, o, como prefiere llamarlo Clara, «ensayito, porque si haces un ensayo parece que tienes que decir cosas muy difíciles. Busco simplificar e ir de lo concreto hacia lo abstracto y no al revés». La historia se enmarca dentro de lo que se ha asimilado como «ecoliteratura», vocablo parejo a otros como «ecocine» o «ecofeminismo» cuya máxima es transformar la relación humana con la biosfera. «La palabra eco puede parecer una moda, pero es la señal de que la conciencia del medio que pisamos crece», dictamina la argentina.. El matrimonio narrativo de ambos profesionales surge a partir de unas charlas de escritura donde participaba Clara y, eventualmente, Raúl acudía. Cada uno de ellos se nutría de los conocimientos del otro, en una relación bióloga-literaria de interés mutuo. De este modo, se crea una necesidad que el científico deja caer, «llegar a públicos que desde la divulgación científica no se consigue». Así, su aliada le comentó una idea que custodia su cabeza y comienza la acción.. Para poder alcanzar la hazaña, desde un inicio se pactó que Clara sería la que mandaba: «Cada uno tiene que reconocer su propia virtud. A mí se me da mejor llevar las riendas mientras que él hace mucho mejor la documentación de los árboles». «Fue difícil encauzar el lenguaje científico en una atmósfera literaria, pero poco a poco fuimos borrando los bordes. Cada vez estaba más cerca de lo que ella quería ir escribiendo», expresa su compañero. Entre las opciones estilísticas adoptadas para facilitar la simbiosis, se eligió la narración en primera persona, redacción con la que es más fácil que un lector empatice. «Actúa casi omnisciente, para así no pecar de narcisista», constata la sudamericana.. Estos quebraderos de cabeza para facilitar el consumo de su obra surge de una problemática superior que preocupa a ambos artistas: la actual inhabitabilidad social entre las ciencias y las letras. La «lideresa», haciendo honor a su extensa carrera en la narrativa, tiene claro por qué sucede esto: «Las letras, al ser más difíciles, son denostadas. A los niños se les lleva a estudiar ciencias pensando que así tendrán un futuro mejor». El científico también asume apenadamente la crispación entre ambas. «La sociedad busca gente muy especializada aunque desconozca del resto de saberes. Saber pensar ayuda a saber vivir. Desgraciadamente, el pensamiento en este momento está en una valoración baja», confiesa Raúl.. La preocupación que rezuma la narradora no se limita al folio. Ante una pregunta sobre los comicios recién celebrados en la nación que la vio nacer, declara que le parece una «catástrofe». «Es un país que ha aceptado ser vendido, pero entiendo que hay motivos por los que se llega a este pensamiento, por lo que intento comprender las razones de los otros», prosigue. Las diferencias que se habían difuminado durante los minutos que la naturaleza era protagonista reaparecen, pues su amigo opina que no le interesa la política y que se le dan demasiada importancia a los representantes ciudadanos. Se inicia así un pequeño debate con una postura defendiendo que la vida y la política son indivisibles, y otra intentando separarlas.. Estas discrepancias, más allá de distanciarles, les unen aún más. Ellos mismos abrazan lo distintos que son. Ahí reside la magia de «Un árbol de compañía», enlazar distintos mundos y maneras de pensar desde la ecología. Por ello, para rematar con el pretexto que unió sendas vidas, no puede haber otra pregunta: ¿Cuál es la mejor lección que los receptores del relato pueden adquirir? Clara responde que con que lo disfruten y entiendan mejor lo que es un árbol se queda satisfecha. Raúl, por su parte, que descubran la gran sabiduría cultural que poseen esas plantas. Dejemos que la semilla sembrada crezca y se convierta en un robusto tronco.
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