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La Revolución Francesa que se coció entre cotilleos, pasquines y canciones populares

12 de noviembre de 2025
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A finales del siglo XVIII, muchos franceses coincidieron en una idea asombrosa: podían crear un mundo nuevo. Hasta tal punto que quisieron cambiar la religión por la Razón, el nombre de los meses (brumario, germinal, termidor), la forma de medir las cosas (el sistema métrico decimal, que seguimos utilizando) o, fundamentalmente, el sistema político y social. Y, en gran medida, lo hicieron.. La Revolución Francesa fue un gozne histórico que articuló el paso hacia las sociedades modernas: sembró las ideas de libertad, igualdad, ciudadanía y soberanía que acabarían dando forma a las democracias liberales y al mundo contemporáneo. Un mundo que, por cierto, algunos ponen hoy en cuestión desde la ultraderecha, al reivindicar valores tradicionales más propios del Antiguo Régimen que de la era ilustrada que inauguró la modernidad.. ¿Pero qué paso las décadas anteriores a la toma de la Bastilla, en 1789, que dio pie a aquella revolución, tal vez la más importante de la historia? ¿Cómo se formó aquel “temperamento revolucionario” que hizo pensar a los franceses —concretamente a los parisinos— que podían reinventar el mundo? Hay causas históricas inmediatas: la sucesión de malas cosechas y las subidas del pan, la crisis económica por las empresas bélicas y la mala gestión fiscal, o la desigualdad entre fastuosidad de la corte de Versalles y las masas hambrientas: “Si tienen hambre, que coman pasteles”, se le atribuye muy famosamente a la reina María Antonieta (probablemente no lo dijo, pero ilustra el sentir hacia la monarquía).. El historiador Robert Darnton (Nueva York, 86 años), que ha hecho carrera como experto en historia del libro y la lectura, y ha sido profesor en la Universidad de Princeton y director de la biblioteca de la Universidad de Harvard, ha querido estudiar aquella época fijándose no tanto en las grandes causas de la Historia con mayúsculas, sino en cómo veían la situación los parisinos en aquellos mismos momentos, en cómo circulaban las ideas por las calles de París: una sociedad no tan diferente a la nuestra, con sus pasquines, panfletos y novelas, con sus circuitos de noticias centrados en cafés, parques y bajo el Árbol de Cracovia del Palais-Royal, donde se compartían los últimos rumores y noticias (hoy tenemos las redes sociales): desde los cotilleos más jugosos de la corte hasta la fascinación por los viajes en globo.. Así, lo más llamativo del ensayo El temperamento revolucionario. Cómo se forjó la Revolución Francesa. París 1748-1789 (Taurus, con traducción de Jordi Ainaud i Escudero), de Darnton, es que tanto el tema (la Revolución Francesa) como el método usado para recopilar la información son igualmente importantes. Ese interés por las formas de comunicarse en aquel París del XVIII evidencia que aquella también era una “sociedad de la información”, esa cosa que nos parece tan contemporánea.. “La popular frase ‘vivimos en una sociedad de la información’ es cierta, pero también engañosa, porque toda sociedad fue una sociedad de la información, cada una a su manera, según los medios disponibles”, dice a este diario el historiador, que trata de mostrar cómo llegaba la información a los parisinos normales y corrientes, ya fueran trabajadores comunes como élites asistentes a sofisticados salones. París no tenía periódicos en el sentido moderno del término —a diferencia de Ámsterdam o Londres— así que bajo el Árbol de Cracovia se reunían los nouvellistes para intercambiar información. Había otros centros neurálgicos del cotilleo: ciertos bancos de los jardines de Luxemburgo, cafés, esquinas o mercados.. “Los nouvellistes à la main anotaban los rumores y los reunían en hojas de noticias clandestinas, que más tarde se imprimían y se convertían en éxitos de ventas subterráneos”, explica Darnton. Las canciones, cuya letra cambiaba sobre melodías estándar, era otro modo de enterarse de las cosas, a través de cantantes callejeros. También los grabados, rumores, grafitis, lecturas públicas de panfletos… todo colaboró a lo que el autor llama el “ánimo revolucionario”.. Un “ánimo revolucionario” que incluía el amor a la libertad y el compromiso con la nación, la familiaridad con la violencia y la denuncia del vicio, el hartazgo con la degeneración de la aristocracia y el alejamiento de la Iglesia, y que se fundó en la convicción generalizada de que el sistema político había degenerado en un despotismo. “Los franceses lo entendían como un despotismo ministerial. Dirigieron su ira contra el gobierno —en particular, contra ministros como Maupeou, Terray, Calonne, Lamoignon y Brienne—, no contra el rey. En mi libro trato de mostrar cómo esa conciencia colectiva se desarrolló a lo largo de cuarenta años, cómo tomó forma en respuesta a los acontecimientos y cómo adquirió suficiente fuerza como para movilizar un levantamiento en 1789”, dice el autor.. A pesar de que asociamos la Revolución Francesa con mucho de lo virtuoso de las sociedades modernas, lo cierto es que, como se muestra en el ensayo, fue un periodo de inusitada violencia, no solo por la célebre guillotina (que se consideraba una forma piadosa y civilizada de matar), sino por otro tipo de algaradas, linchamientos o desmembramientos. ¿Cómo lidiamos con eso? “Gran parte de la violencia sigue siendo incomprensible, al menos para mí”, dice el historiador, “aun así, hay que tener en cuenta que la violencia existía en la vida cotidiana antes de 1789, en los ahorcamientos públicos o en los disturbios conocidos como ‘emociones populares”. Darnton trata de mostrar que aquellas “emociones” tenían raíces en el Antiguo Régimen, así como registrar la violencia de la contrarrevolución que también generó su “contraviolencia”. “Sin restar importancia al derramamiento de sangre, creo que es fundamental destacar cómo la Revolución liberó a los franceses del poder arbitrario y de la opresión incrustados en el orden político y social del Antiguo Régimen”, añade el autor.. La Revolución Francesa se retrata aquí como un momento prodigioso en el que todo parecía posible, en el que todo parecía poder transformarse, en el que el propio mundo podía recomenzar. Hoy la idea es más bien la contraria; ya lo avanzó Margaret Thatcher en los 80: “No hay alternativa”. ¿Cómo se generó aquel sentimiento? “Podríamos llamarlo ‘posibilismo’, es decir, la convicción de que el orden sociopolítico no está fijado de manera inalterable en su forma actual, sino que puede cambiar, que la gente común puede intervenir para modificarlo, que las cosas tal y como son pueden transformarse en las cosas como deberían ser”, dice el historiador.. La manera en que se desarrolla esa convicción es larga y compleja y precisamente tiene que ver, a juicio del autor, con cómo se trasmitía la información y con cómo se interpretaba; y con cómo, gracias a eso, el sistema fue perdiendo legitimidad. “Sin restar importancia a factores como el precio del pan, creo que la convicción de legitimidad funciona como el cemento que mantiene unidos los sistemas políticos. Cuando se erosiona, la revolución se vuelve posible”.. La idea de revolución ha gozado durante mucho tiempo de prestigio. Algunas, como la francesa o la estadounidense, crearon el mundo moderno. Otras, como la rusa, muy criticada, cambiaron el curso de la historia y generaron todo un bloque geopolítico que disputó la hegemonía mundial durante décadas. Hoy, la palabra parece usarse solo en publicidad o para hablar de avances tecnológicos. ¿Qué queda de la idea de revolución? “Coincido en que la noción de revolución se ha trivializado, como en los anuncios sobre una ‘revolución’ en la ropa o en los peinados. Pocas personas saben mucho sobre las revoluciones francesa o americana, o encuentran inspiración en la tradición revolucionaria”, dice Darnton. “Pero cuando las personas se enfrentan a la injusticia, necesitan apoyarse en alguna tradición histórica para resistir”, concluye.. Seguir leyendo

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A finales del siglo XVIII, muchos franceses coincidieron en una idea asombrosa: podían crear un mundo nuevo. Hasta tal punto que quisieron cambiar la religión por la Razón, el nombre de los meses (brumario, germinal, termidor), la forma de medir las cosas (el sistema métrico decimal, que seguimos utilizando) o, fundamentalmente, el sistema político y social. Y, en gran medida, lo hicieron.La Revolución Francesa fue un gozne histórico que articuló el paso hacia las sociedades modernas: sembró las ideas de libertad, igualdad, ciudadanía y soberanía que acabarían dando forma a las democracias liberales y al mundo contemporáneo. Un mundo que, por cierto, algunos ponen hoy en cuestión desde la ultraderecha, al reivindicar valores tradicionales más propios del Antiguo Régimen que de la era ilustrada que inauguró la modernidad.¿Pero qué paso las décadas anteriores a la toma de la Bastilla, en 1789, que dio pie a aquella revolución, tal vez la más importante de la historia? ¿Cómo se formó aquel “temperamento revolucionario” que hizo pensar a los franceses —concretamente a los parisinos— que podían reinventar el mundo? Hay causas históricas inmediatas: la sucesión de malas cosechas y las subidas del pan, la crisis económica por las empresas bélicas y la mala gestión fiscal, o la desigualdad entre fastuosidad de la corte de Versalles y las masas hambrientas: “Si tienen hambre, que coman pasteles”, se le atribuye muy famosamente a la reina María Antonieta (probablemente no lo dijo, pero ilustra el sentir hacia la monarquía). El historiador Robert Darnton (Nueva York, 86 años), que ha hecho carrera como experto en historia del libro y la lectura, y ha sido profesor en la Universidad de Princeton y director de la biblioteca de la Universidad de Harvard, ha querido estudiar aquella época fijándose no tanto en las grandes causas de la Historia con mayúsculas, sino en cómo veían la situación los parisinos en aquellos mismos momentos, en cómo circulaban las ideas por las calles de París: una sociedad no tan diferente a la nuestra, con sus pasquines, panfletos y novelas, con sus circuitos de noticias centrados en cafés, parques y bajo el Árbol de Cracovia del Palais-Royal, donde se compartían los últimos rumores y noticias (hoy tenemos las redes sociales): desde los cotilleos más jugosos de la corte hasta la fascinación por los viajes en globo. Así, lo más llamativo del ensayo El temperamento revolucionario. Cómo se forjó la Revolución Francesa. París 1748-1789 (Taurus, con traducción de Jordi Ainaud i Escudero), de Darnton, es que tanto el tema (la Revolución Francesa) como el método usado para recopilar la información son igualmente importantes. Ese interés por las formas de comunicarse en aquel París del XVIII evidencia que aquella también era una “sociedad de la información”, esa cosa que nos parece tan contemporánea.“La popular frase ‘vivimos en una sociedad de la información’ es cierta, pero también engañosa, porque toda sociedad fue una sociedad de la información, cada una a su manera, según los medios disponibles”, dice a este diario el historiador, que trata de mostrar cómo llegaba la información a los parisinos normales y corrientes, ya fueran trabajadores comunes como élites asistentes a sofisticados salones. París no tenía periódicos en el sentido moderno del término —a diferencia de Ámsterdam o Londres— así que bajo el Árbol de Cracovia se reunían los nouvellistes para intercambiar información. Había otros centros neurálgicos del cotilleo: ciertos bancos de los jardines de Luxemburgo, cafés, esquinas o mercados. “Los nouvellistes à la main anotaban los rumores y los reunían en hojas de noticias clandestinas, que más tarde se imprimían y se convertían en éxitos de ventas subterráneos”, explica Darnton. Las canciones, cuya letra cambiaba sobre melodías estándar, era otro modo de enterarse de las cosas, a través de cantantes callejeros. También los grabados, rumores, grafitis, lecturas públicas de panfletos… todo colaboró a lo que el autor llama el “ánimo revolucionario”.Un “ánimo revolucionario” que incluía el amor a la libertad y el compromiso con la nación, la familiaridad con la violencia y la denuncia del vicio, el hartazgo con la degeneración de la aristocracia y el alejamiento de la Iglesia, y que se fundó en la convicción generalizada de que el sistema político había degenerado en un despotismo. “Los franceses lo entendían como un despotismo ministerial. Dirigieron su ira contra el gobierno —en particular, contra ministros como Maupeou, Terray, Calonne, Lamoignon y Brienne—, no contra el rey. En mi libro trato de mostrar cómo esa conciencia colectiva se desarrolló a lo largo de cuarenta años, cómo tomó forma en respuesta a los acontecimientos y cómo adquirió suficiente fuerza como para movilizar un levantamiento en 1789”, dice el autor. A pesar de que asociamos la Revolución Francesa con mucho de lo virtuoso de las sociedades modernas, lo cierto es que, como se muestra en el ensayo, fue un periodo de inusitada violencia, no solo por la célebre guillotina (que se consideraba una forma piadosa y civilizada de matar), sino por otro tipo de algaradas, linchamientos o desmembramientos. ¿Cómo lidiamos con eso? “Gran parte de la violencia sigue siendo incomprensible, al menos para mí”, dice el historiador, “aun así, hay que tener en cuenta que la violencia existía en la vida cotidiana antes de 1789, en los ahorcamientos públicos o en los disturbios conocidos como ‘emociones populares”. Darnton trata de mostrar que aquellas “emociones” tenían raíces en el Antiguo Régimen, así como registrar la violencia de la contrarrevolución que también generó su “contraviolencia”. “Sin restar importancia al derramamiento de sangre, creo que es fundamental destacar cómo la Revolución liberó a los franceses del poder arbitrario y de la opresión incrustados en el orden político y social del Antiguo Régimen”, añade el autor. La Revolución Francesa se retrata aquí como un momento prodigioso en el que todo parecía posible, en el que todo parecía poder transformarse, en el que el propio mundo podía recomenzar. Hoy la idea es más bien la contraria; ya lo avanzó Margaret Thatcher en los 80: “No hay alternativa”. ¿Cómo se generó aquel sentimiento? “Podríamos llamarlo ‘posibilismo’, es decir, la convicción de que el orden sociopolítico no está fijado de manera inalterable en su forma actual, sino que puede cambiar, que la gente común puede intervenir para modificarlo, que las cosas tal y como son pueden transformarse en las cosas como deberían ser”, dice el historiador. La manera en que se desarrolla esa convicción es larga y compleja y precisamente tiene que ver, a juicio del autor, con cómo se trasmitía la información y con cómo se interpretaba; y con cómo, gracias a eso, el sistema fue perdiendo legitimidad. “Sin restar importancia a factores como el precio del pan, creo que la convicción de legitimidad funciona como el cemento que mantiene unidos los sistemas políticos. Cuando se erosiona, la revolución se vuelve posible”.La idea de revolución ha gozado durante mucho tiempo de prestigio. Algunas, como la francesa o la estadounidense, crearon el mundo moderno. Otras, como la rusa, muy criticada, cambiaron el curso de la historia y generaron todo un bloque geopolítico que disputó la hegemonía mundial durante décadas. Hoy, la palabra parece usarse solo en publicidad o para hablar de avances tecnológicos. ¿Qué queda de la idea de revolución? “Coincido en que la noción de revolución se ha trivializado, como en los anuncios sobre una ‘revolución’ en la ropa o en los peinados. Pocas personas saben mucho sobre las revoluciones francesa o americana, o encuentran inspiración en la tradición revolucionaria”, dice Darnton. “Pero cuando las personas se enfrentan a la injusticia, necesitan apoyarse en alguna tradición histórica para resistir”, concluye. Seguir leyendo

  

A finales del siglo XVIII, muchos franceses coincidieron en una idea asombrosa: podían crear un mundo nuevo. Hasta tal punto que quisieron cambiar la religión por la Razón, el nombre de los meses (brumario, germinal, termidor), la forma de medir las cosas (el sistema métrico decimal, que seguimos utilizando) o, fundamentalmente, el sistema político y social. Y, en gran medida, lo hicieron.. La Revolución Francesa fue un gozne histórico que articuló el paso hacia las sociedades modernas: sembró las ideas de libertad, igualdad, ciudadanía y soberanía que acabarían dando forma a las democracias liberales y al mundo contemporáneo. Un mundo que, por cierto, algunos ponen hoy en cuestión desde la ultraderecha, al reivindicar valores tradicionales más propios del Antiguo Régimen que de la era ilustrada que inauguró la modernidad.. Más información. ‘La Revolución francesa’, un diálogo con el presente. ¿Pero qué paso las décadas anteriores a la toma de la Bastilla, en 1789, que dio pie a aquella revolución, tal vez la más importante de la historia? ¿Cómo se formó aquel “temperamento revolucionario” que hizo pensar a los franceses —concretamente a los parisinos— que podían reinventar el mundo? Hay causas históricas inmediatas: la sucesión de malas cosechas y las subidas del pan, la crisis económica por las empresas bélicas y la mala gestión fiscal, o la desigualdad entre fastuosidad de la corte de Versalles y las masas hambrientas: “Si tienen hambre, que coman pasteles”, se le atribuye muy famosamente a la reina María Antonieta (probablemente no lo dijo, pero ilustra el sentir hacia la monarquía).. El historiador y bibliotecario de Harvard Robert Darnton, autor de ‘El temperamento revolucionario’ (Taurus), en una imagen promocional cedida por la editorial.Brian Smith (Harvard Library Communications). El historiador Robert Darnton (Nueva York, 86 años), que ha hecho carrera como experto en historia del libro y la lectura, y ha sido profesor en la Universidad de Princeton y director de la biblioteca de la Universidad de Harvard, ha querido estudiar aquella época fijándose no tanto en las grandes causas de la Historia con mayúsculas, sino en cómo veían la situación los parisinos en aquellos mismos momentos, en cómo circulaban las ideas por las calles de París: una sociedad no tan diferente a la nuestra, con sus pasquines, panfletos y novelas, con sus circuitos de noticias centrados en cafés, parques y bajo el Árbol de Cracovia del Palais-Royal, donde se compartían los últimos rumores y noticias (hoy tenemos las redes sociales): desde los cotilleos más jugosos de la corte hasta la fascinación por los viajes en globo.. Así, lo más llamativo del ensayo El temperamento revolucionario. Cómo se forjó la Revolución Francesa. París 1748-1789(Taurus, con traducción de Jordi Ainaud i Escudero), de Darnton, es que tanto el tema (la Revolución Francesa) como el método usado para recopilar la información son igualmente importantes. Ese interés por las formas de comunicarse en aquel París del XVIII evidencia que aquella también era una “sociedad de la información”, esa cosa que nos parece tan contemporánea.. “La popular frase ‘vivimos en una sociedad de la información’ es cierta, pero también engañosa, porque toda sociedad fue una sociedad de la información, cada una a su manera, según los medios disponibles”, dice a este diario el historiador, que trata de mostrar cómo llegaba la información a los parisinos normales y corrientes, ya fueran trabajadores comunes como élites asistentes a sofisticados salones. París no tenía periódicos en el sentido moderno del término —a diferencia de Ámsterdam o Londres— así que bajo el Árbol de Cracovia se reunían los nouvellistes para intercambiar información. Había otros centros neurálgicos del cotilleo: ciertos bancos de los jardines de Luxemburgo, cafés, esquinas o mercados.. ‘Toma de la Bastilla, 14 de julio de 1789’, una pintura de Charles Thevenin.Heritage Images (Heritage Images via Getty Images). “Los nouvellistes à la main anotaban los rumores y los reunían en hojas de noticias clandestinas, que más tarde se imprimían y se convertían en éxitos de ventas subterráneos”, explica Darnton. Las canciones, cuya letra cambiaba sobre melodías estándar, era otro modo de enterarse de las cosas, a través de cantantes callejeros. También los grabados, rumores, grafitis, lecturas públicas de panfletos… todo colaboró a lo que el autor llama el “ánimo revolucionario”.. Un “ánimo revolucionario” que incluía el amor a la libertad y el compromiso con la nación, la familiaridad con la violencia y la denuncia del vicio, el hartazgo con la degeneración de la aristocracia y el alejamiento de la Iglesia, y que se fundó en la convicción generalizada de que el sistema político había degenerado en un despotismo. “Los franceses lo entendían como un despotismo ministerial. Dirigieron su ira contra el gobierno —en particular, contra ministros como Maupeou, Terray, Calonne, Lamoignon y Brienne—, no contra el rey. En mi libro trato de mostrar cómo esa conciencia colectiva se desarrolló a lo largo de cuarenta años, cómo tomó forma en respuesta a los acontecimientos y cómo adquirió suficiente fuerza como para movilizar un levantamiento en 1789”, dice el autor.. El arresto de Robespierre el 27 de julio de 1794 (según Fulchran-Jean Harriet), hacia 1796. Colección privada. Obra de Jean-Joseph-François Tassaert (1765 – ca. 1835).Heritage Images (Heritage Images/Getty Images). A pesar de que asociamos la Revolución Francesa con mucho de lo virtuoso de las sociedades modernas, lo cierto es que, como se muestra en el ensayo, fue un periodo de inusitada violencia, no solo por la célebre guillotina (que se consideraba una forma piadosa y civilizada de matar), sino por otro tipo de algaradas, linchamientos o desmembramientos. ¿Cómo lidiamos con eso? “Gran parte de la violencia sigue siendo incomprensible, al menos para mí”, dice el historiador, “aun así, hay que tener en cuenta que la violencia existía en la vida cotidiana antes de 1789, en los ahorcamientos públicos o en los disturbios conocidos como ‘emociones populares”. Darnton trata de mostrar que aquellas “emociones” tenían raíces en el Antiguo Régimen, así como registrar la violencia de la contrarrevolución que también generó su “contraviolencia”. “Sin restar importancia al derramamiento de sangre, creo que es fundamental destacar cómo la Revolución liberó a los franceses del poder arbitrario y de la opresión incrustados en el orden político y social del Antiguo Régimen”, añade el autor.. La Revolución Francesa se retrata aquí como un momento prodigioso en el que todo parecía posible, en el que todo parecía poder transformarse, en el que el propio mundo podía recomenzar. Hoy la idea es más bien la contraria; ya lo avanzó Margaret Thatcher en los 80: “No hay alternativa”. ¿Cómo se generó aquel sentimiento? “Podríamos llamarlo ‘posibilismo’, es decir, la convicción de que el orden sociopolítico no está fijado de manera inalterable en su forma actual, sino que puede cambiar, que la gente común puede intervenir para modificarlo, que las cosas tal y como son pueden transformarse en las cosas como deberían ser”, dice el historiador.. La manera en que se desarrolla esa convicción es larga y compleja y precisamente tiene que ver, a juicio del autor, con cómo se trasmitía la información y con cómo se interpretaba; y con cómo, gracias a eso, el sistema fue perdiendo legitimidad. “Sin restar importancia a factores como el precio del pan, creo que la convicción de legitimidad funciona como el cemento que mantiene unidos los sistemas políticos. Cuando se erosiona, la revolución se vuelve posible”.. Luis XVI (1754-1793), rey de Francia, se despide de su familia, según recoge un grabado.PHAS (Universal Images Group via Getty Images). La idea de revolución ha gozado durante mucho tiempo de prestigio. Algunas, como la francesa o la estadounidense, crearon el mundo moderno. Otras, como la rusa, muy criticada, cambiaron el curso de la historia y generaron todo un bloque geopolítico que disputó la hegemonía mundial durante décadas. Hoy, la palabra parece usarse solo en publicidad o para hablar de avances tecnológicos. ¿Qué queda de la idea de revolución? “Coincido en que la noción de revolución se ha trivializado, como en los anuncios sobre una ‘revolución’ en la ropa o en los peinados. Pocas personas saben mucho sobre las revoluciones francesa o americana, o encuentran inspiración en la tradición revolucionaria”, dice Darnton. “Pero cuando las personas se enfrentan a la injusticia, necesitan apoyarse en alguna tradición histórica para resistir”, concluye.

 

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