Recuerdo perfectamente la calurosa tarde de julio en la que escuchamos por la radio que Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Recuerdo haber salido del Museo Thyssen y encontrarme en la acera con mi amigo Iñaki Esteban, quien lucía pálido y visiblemente afectado. Me informó que Fernando Buesa y su escolta habían sido asesinados en Vitoria. Recuerdo claramente la calle de Madrid que estábamos transitando mi esposa y yo cuando escuchamos en la radio del taxi que unos etarras habían asesinado a Ernest Lluch. Nos quedamos callados y mi esposa comenzó a llorar en la penumbra del taxi, iluminado solo por las frías luces nocturnas de Madrid. La aparición constante de noticias sobre asesinatos se había convertido en una especie de rutina silenciosa: por un lado, algunos políticos ofrecían «enérgicas condenas»; por otro, había quienes optaban por el silencio o una ambigüedad cínica y conveniente. Durante ese período, la manipulación del lenguaje había alcanzado niveles extraordinarios de desprecio, utilizando términos como «lucha armada», «conflicto» y la inquietante expresión «socialización del sufrimiento».
Es importante impartir educación sobre la historia en las instituciones educativas y rendir homenaje a la memoria de las personas que han sido víctimas del terrorismo. Sin embargo, lo que resulta inaceptable es esa costumbre española de considerar que ciertas víctimas tienen más valor que otras.
Recuerdo perfectamente la calurosa tarde de julio en la que escuchamos por la radio que Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Recuerdo haber salido del Museo Thyssen y encontrarme en la acera con mi amigo Iñaki Esteban, quien lucía pálido y visiblemente afectado. Me informó que Fernando Buesa y su escolta habían sido asesinados en Vitoria. Recuerdo claramente la calle de Madrid que estábamos transitando mi esposa y yo cuando escuchamos en la radio del taxi que unos etarras habían asesinado a Ernest Lluch. Nos quedamos callados y mi esposa comenzó a llorar en la penumbra del taxi, iluminado solo por las frías luces nocturnas de Madrid. Las noticias sobre asesinatos eran tan comunes que se había convertido en una rutina silenciosa: las «enérgicas condenas» de algunos líderes políticos, el silencio o la ambigüedad cínica de otros, y los juegos de palabras que, en ese momento, alcanzaron un nivel sin precedentes de bajeza: la «lucha armada», «el conflicto», la tétrica «socialización del sufrimiento». Nos habíamos acostumbrado a esta triste realidad, casi resignados, ya que en ocasiones nos invadía un fatalismo por el cansancio y una amarga sensación de impotencia. Recuerdo el silencio del atardecer en la amplia y civilizada plaza de la Villa de París, así como el lamento de las personas que nos reunimos tras el asesinato de Francisco Tomás y Valiente, cerca del Tribunal Supremo. Había intercambiado algunas cartas con él y teníamos la intención de almorzar juntos algún día. La comida fue abruptamente cancelada debido al disparo de un tirador. Amigos muy cercanos estaban encerrados en casa y solo salían acompañados de dos guardaespaldas.
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