Las hermandades y cofradías se estiman como una de las manifestaciones más características de la religiosidad popular andaluza. El concepto de religiosidad popular lleva mucho tiempo siendo objeto de debate, habiéndose sustituido en algunos casos por otros términos como catolicismo popular y piedad popular. Si el primer congreso internacional de Sevilla, celebrado en 1999, se tituló de hermandades y religiosidad popular, el segundo, que tiene lugar en estos primeros días de diciembre, se ha preferido denominar de hermandades y piedad popular. Con piedad popular se aludiría a las diversas manifestaciones cultuales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la liturgia, sino con las formas peculiares derivadas de la tradición de un pueblo y de su cultura, mientras que la religiosidad popular haría referencia a la dimensión religiosa presente en los individuos, la cultura de todo un pueblo y sus manifestaciones colectivas. En cualquier caso, con independencia del término utilizado, se hace alusión a las maneras con las que el común del pueblo vive, expresa y celebra el hecho religioso, notablemente diferentes en apariencia de la religiosidad oficial practicada por la jerarquía eclesiástica y las elites intelectuales.. Esta consideración de una religiosidad de dos categorías o calidades, cuestión discutible y discutida, se ha extrapolado al ámbito del arte. Las hermandades andaluzas han generado desde la Baja Edad Media un inmenso patrimonio del que, por fortuna, se conserva una parte significativa a pesar de los expolios sufridos. Se trata, al margen de bienes inmuebles, de imágenes escultóricas, pinturas, objetos para la liturgia y los más variados enseres para el culto, las procesiones y las romerías. Estas obras, por estar destinadas a instituciones enmarcadas en la religiosidad popular, podrían estimarse de segundo orden. Muy al contrario, las hermandades han sido promotoras de creaciones artísticas de primer nivel, fabricadas por los mismos artífices que trabajaron para el clero y las clases sociales más elevadas. La exposición «Arte y devoción en Andalucía: hermandades y piedad popular», abierta en la Fundación Cajasol de Sevilla, así lo refleja. Cierto es que, con la llegada de la contemporaneidad, las hermandades se han alejado de la vanguardia artística y han preferido aferrarse a una estética fundamentada en estilos históricos que en la mayoría de las ocasiones adolece de originalidad y creatividad. Por contra, han sabido dar un uso continuado a la herencia patrimonial material e inmaterial recibida, garantizando su conservación y salvaguardia. Ver procesionar por las calles de la ciudad, como tendremos oportunidad en este atípico otoño cofrade, a la imagen del Señor del Gran Poder, de Juan de Mesa (1620), sobre el paso tallado por Francisco Antonio Ruiz Gijón (1688-1692), dos obras principales del barroco no solo español sino europeo, y comprobar que siguen cumpliendo con la función devocional para la que fueron concebidas, es una estremecedora experiencia espiritual y estética que debemos a las muchas veces infravalorada labor de las hermandades.
El profesor de la Universidad de Sevilla Francisco Ros explica algunos aspectos de la dimensión artística de la religiosidad popular
Las hermandades y cofradías se estiman como una de las manifestaciones más características de la religiosidad popular andaluza. El concepto de religiosidad popular lleva mucho tiempo siendo objeto de debate, habiéndose sustituido en algunos casos por otros términos como catolicismo popular y piedad popular. Si el primer congreso internacional de Sevilla, celebrado en 1999, se tituló de hermandades y religiosidad popular, el segundo, que tiene lugar en estos primeros días de diciembre, se ha preferido denominar de hermandades y piedad popular. Con piedad popular se aludiría a las diversas manifestaciones cultuales, de carácter privado o comunitario, que en el ámbito de la fe cristiana se expresan principalmente, no con los modos de la liturgia, sino con las formas peculiares derivadas de la tradición de un pueblo y de su cultura, mientras que la religiosidad popular haría referencia a la dimensión religiosa presente en los individuos, la cultura de todo un pueblo y sus manifestaciones colectivas. En cualquier caso, con independencia del término utilizado, se hace alusión a las maneras con las que el común del pueblo vive, expresa y celebra el hecho religioso, notablemente diferentes en apariencia de la religiosidad oficial practicada por la jerarquía eclesiástica y las elites intelectuales.. Esta consideración de una religiosidad de dos categorías o calidades, cuestión discutible y discutida, se ha extrapolado al ámbito del arte. Las hermandades andaluzas han generado desde la Baja Edad Media un inmenso patrimonio del que, por fortuna, se conserva una parte significativa a pesar de los expolios sufridos. Se trata, al margen de bienes inmuebles, de imágenes escultóricas, pinturas, objetos para la liturgia y los más variados enseres para el culto, las procesiones y las romerías. Estas obras, por estar destinadas a instituciones enmarcadas en la religiosidad popular, podrían estimarse de segundo orden. Muy al contrario, las hermandades han sido promotoras de creaciones artísticas de primer nivel, fabricadas por los mismos artífices que trabajaron para el clero y las clases sociales más elevadas. La exposición «Arte y devoción en Andalucía: hermandades y piedad popular», abierta en la Fundación Cajasol de Sevilla, así lo refleja. Cierto es que, con la llegada de la contemporaneidad, las hermandades se han alejado de la vanguardia artística y han preferido aferrarse a una estética fundamentada en estilos históricos que en la mayoría de las ocasiones adolece de originalidad y creatividad. Por contra, han sabido dar un uso continuado a la herencia patrimonial material e inmaterial recibida, garantizando su conservación y salvaguardia. Ver procesionar por las calles de la ciudad, como tendremos oportunidad en este atípico otoño cofrade, a la imagen del Señor del Gran Poder, de Juan de Mesa (1620), sobre el paso tallado por Francisco Antonio Ruiz Gijón (1688-1692), dos obras principales del barroco no solo español sino europeo, y comprobar que siguen cumpliendo con la función devocional para la que fueron concebidas, es una estremecedora experiencia espiritual y estética que debemos a las muchas veces infravalorada labor de las hermandades.
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